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Crisis: es la cuarta vez que pasó lo peor

Alan Greenspan
Contra lo que se cree, no hay avances bursátiles más fulminantes que los que ocurren en los mercados bajistas. Los bear market rallies, tal la jerga, son breves y explosivos, pero, aun así, incapaces de torcer la tendencia de fondo. En las crisis excepcionales pueden prescindir de la brevedad, pero retienen la combustión. Hubo siete rallies (u ocho, según el conteo que se prefiera) durante la Gran Depresión. El primer rebote posterior al crac de 1929 duró más de cinco meses y trepó un 52%. Sobre el filo de la aciaga experiencia, las cotizaciones se doblaron de julio a setiembre de 1932. Muy lejos de los máximos absolutos de 1929 (386 puntos), el índice Dow Jones se elevó de 40,56 puntos a más de 81. Pero no se sostuvo. No fue hasta derrumbarse a 49,68 en abril de 1933 que consiguió -tras respetar el mínimo anterior- lanzar el embate que sí se probó definitivo. Más cerca en el tiempo, las enseñanzas del estancamiento crónico de Japón transitan la misma cuerda.
Cuatro grandes rallies vibraron en los 90. El más mesurado fue del 33%; el más potente, del 79%. Pero la economía real no los convalidó. Basta con que se modere la caída libre para inflamar expectativas y alentar la toma de posiciones en la Bolsa. Pero se necesita también que, en una etapa posterior, la mejoría se plasme en una recuperación real tangible y duradera. Y allí Japón fracasó, una y otra vez, miserablemente.
¿Qué es lo que provoca, en tiempos de crisis profunda y gran desánimo, reacciones tan favorables y muy a contramano de los agrietados fundamentos? Todas las crisis tienen fin y es allí, en los puntos de inflexión, donde se embolsan las mayores diferencias. La paciencia de los inversores, sentados en montañas ociosas de efectivo, también tiene límites. Y con frecuencia se agota antes que termine la crisis. En río revuelto, es la impaciencia de los pescadores la que primero busca ganancias.
Quien examine con cuidado la suba actual de Wall Street advertirá que las acciones que tienen las mayores posiciones cortas (vendidas en descubierto; presuntamente, a la espera de un deterioro creciente) subieron tres veces más que aquellas que no sobrellevan esa carga. De hecho, el sector más vulnerable -los bancos- encabeza las subas. No es la regla, para nada, que un nuevo mercado alcista se asiente sobre los papeles chamuscados que encarnaron el liderazgo en el ciclo anterior. Es menester que la situación de los bancos se estabilice y que su futuro se despeje de incógnitas. Pero también se requiere una rotación. Tras la crisis y los cambios que se avecinan en la regulación y el crédito, no cabe esperar que los bancos propulsen a la economía como antes.
Hay, sin embargo, razones para el optimismo no urgente. La crisis internacional no es un bis de la Gran Depresión. Ni tiene por qué serlo y tampoco que remedar el pozo prolongado de Japón. Conocer los antecedentes, y nadie mejor que Ben Bernanke, es el antídoto más poderoso para evitar la trampa. Si las políticas monetarias y fiscales mantienen el curso anunciado y si, ante cualquier imprevisto, los gobiernos están dispuestos a pagar la factura original de los shocks adversos sin protesto, la economía, tarde o temprano, retomará la vertical. Eso sí, habrá que reparar el daño en los sistemas bancarios (y no sólo emitir pseudocertificados de calidad) si se pretende que la tracción no se detenga. En rara paradoja, la principal amenaza será el canto de sirena de una responsabilidad mal entendida que lleve a desconectar el estímulo antes de tiempo. No habrá pasado lo peor si los gobiernos ceden deprisa a esa convicción. Pero ésa es otra lección -que uno supone aprendida- de la Gran Depresión y de Japón.
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