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Gadafi por Diego
Periodista: ¿Vos lo conociste a Gadafi?
Guillermo Coppola: Sí, sí, estaba en Libia el mismo día del casamiento de su hijo, Said, el futbolero. Este chico jugaba al fútbol, un apasionado de Diego. Para jugar en Italia tuvo que comprar un porcentaje importante de acciones de un equipo, inclusive también compró un porcentaje de las acciones de la Juventus, estamos hablando de una institución de Italia de las más importantes, de la familia Agnelli. En una oportunidad me contactaron para visitarlo, fuimos a Libia.
P.: ¿A qué?
G.C.: La función de Diego era hacer jueguito con este chico, las cosas que hacía Diego el chico las repetía. Es un jugador hábil, después lo tuvo Bilardo en la selección de Libia, cuando la dirigió. No lo ponía mucho, porque no era un virtuoso. Era un entusiasta pero no tenía las condiciones para jugar a nivel profesional. En ese viaje cobramos un muy buen dinero por esa visita. Pero Diego no quedó bien, lo llevó a la casa donde había explotado una bomba.
P.: ¿Y Gadafi?
G.C.: Gadafi no tenía la intención de conocerlo a Diego; el hijo siempre gambeteó esa posibilidad. Le explicaba a Diego que no era fácil para él tampoco verlo. Que los encuentros eran repentinos, sorpresivos, que no se enojara, porque Diego se había fastidiado porque no lo podía conocer. Tanto es así que en el primer viaje no lo conocimos, si bien nos resultó económicamente muy beneficioso y eso para Diego no había sido completo. Al tiempo, este chico decide casarse y nos invita a su casamiento. Entonces Diego dice, en el casamiento va a estar el padre. Error, nos alojamos en un hotel internacional en lugar de en la residencia oficial. Yo había comprado unos candelabros de plata en París, en Cartier, para llevarle de regalo y andaba con esa bolsita por toda la fiesta de casamiento. Una de 2.500 hombres, 3.000, que bailaban entre ellos. Un casamiento diferente para nosotros, con carreras de caballos, saltos...
P.: ¿Cuántas mujeres había?
G.C.: Ninguna, ni una sola mujer. Los hombres solos estaban comiendo en grandes paellas, grandes. Entraban 50, 60 personas alrededor de cada paella y comían con una cuchara individual de esa gran fuente, de esa gran olla. ¿Qué pasa? A Diego le agarra un fastidio de esos que le agarraban a Diego, y me dijo: «Terminá de bailar»; estaba bailando conmigo. «Vámonos de acá -me dice-, mirá dónde me trajiste, no está el libio». «¿Qué querés que haga si no viene el padre?, es el casamiento del hijo, no se llevarán bien, no tendrán una buena relación», le respondí. Yo trataba de ponerle onda.
P.: ¿Te garparon para ir al casorio?
G.C.: Sí, por supuesto. Si no, no movíamos un pie, ya sabés lo contento que estaba cuando bailaba. (Risas.) En plena discusión lo toman de un brazo a Diego, me toman de un brazo a mí y nos meten arriba de un auto. Yo le dije: «¿Viste? Esto es por tu culpa, estás puteando contra todos, estos nos escucharon». Uno maneja, otro va adelante y nosotros dos atrás, nos llevan, no más de 5, 7 minutos. En el recorrido veo una lucecita tenue a la distancia, nos bajan 70, 80 metros antes de esa luz, me saca la bolsita de Cartier de la mano, la de los candelabros, 30 metros antes la luz ya se hacía un poquito más fuerte, porque estábamos acercándonos a ese lugar, que todavía no se divisaba qué era por la oscuridad existente, y ahí nos pasan un detecta metales, uno a cada uno, 5 minas impresionantes vestidas de militares y nos acompañan a una carpita donde estaba esa luz tenue y había una especie de tótem, «Chiche», creeme que era un tótem. Era Gadafi. Entonces Diego comenzó con sus dos brazos como si gritara un gol, a decir: «¡Iea, iea!»; estaba feliz.
P.: ¿Y Gadafi?
G.C.: Y al cuarto, quinto «¡Iea!» de Diego, el tipo responde «¡Iea!», era como una voz que le salía del medio del desierto. Una tez marrón, su traje marrón, su gorro ese medio raro redondo, la verdad de cine, me quedé mirándolo. La cara como picadita; me hacía la fantasía de que era la arena del desierto que le pegaba en la cara y le había dejado la cara de esa manera.
P.: Era viruela.
G.C.: Bueno, nada, llega el traductor y ahí se produce un diálogo de más o menos 15 minutos, en el que participamos Diego, yo, Gadafi y el traductor. Le agradeció a Diego la visita a su casa, que sabía que Diego se había conmovido y eso se lo agradecía, que hubiéramos ido al casamiento del hijo. Que el hijo era un enfermo del fútbol, que a él también le encantaba, que Diego, que el Mundial, etc. Cuando nos estábamos retirando, Diego le pregunta si no le podía dar la pilcha, que a él le encantaba la pilcha que tenía puesta. Caminamos de vuelta otra vez 80 metros hasta el auto con una bolsa con la pilcha que tenía el tipo al costado. Estaría acostumbrado a intercambiar camiseta, nos mandó la pilcha que tenía.
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