12 de marzo 2013 - 00:00

Lo bueno y lo malo del congelamiento

Fernando Navajas (*)
Fernando Navajas (*)
Existen dos milenios de evidencia histórica en contra de los efectos de los controles de precios. Y más de medio siglo de episodios de congelamientos en la Argentina, con bastantes malos recuerdos en cuanto a la capacidad última de controlar la inflación. Pero también existen diferencias notables entre el contexto en que esos otros congelamientos ocurrieron y lo que estamos experimentando ahora. Esas diferencias no han sido debidamente notadas, porque son cambios estructurales y tecnológicos que para entenderlos hay que reflexionar sobre la organización de los mercados. Eso es algo que, normalmente, no se piensa en el análisis macrofinanciero que, en lo esencial, argumenta que un congelamiento puede ayudar sólo muy lateralmente y por tiempo acotado siempre y cuando exista una política antiinflacionaria de fondo y la Argentina no la tiene. Este razonamiento es correcto, pero de todos modos no capta los cambios que han ocurrido en el mundo y la Argentina, y que cambian sustancialmente la forma y posibilidades de controlar precios. La esencia del cambio pasa por transformaciones en la morfología de los mercados y la cadena de valor y en el uso del dinero y el crédito.

Los congelamientos de precios del siglo pasado eran operaciones de control a nivel de empresas productoras de miles de productos y servicios que se comerciaban a través de transacciones en efectivo en canales minoristas muy heterogéneos y atomizados. Pero ese escenario es algo que pertenece al museo. Es que entre el último congelamiento que hubo en la Argentina y la actualidad pasó casi un cuarto de siglo en donde ocurrieron cambios estructurales drásticos en la organización de la industria y el comercio, y la irrupción de la tecnología de la información cambió todo.

Los cambios empezaron primero con el avance definitivo de los supermercados y la concentración de las ventas minoristas. Ya existe bastante literatura técnica que muestra que ese cambio generó poder de mercado del lado de la demanda que, con grandes volúmenes y bajos márgenes, actuó como un poder compensatorio del tradicional poder de mercado en manos de las empresas industriales. La evidencia indica que este poder compensatorio son malas noticias para las empresas, que antes manejaban a discreción el control de la cadena de valor. Pero en cambio resulta bueno para los consumidores, quienes se terminan beneficiando con precios más bajos.

A la concentración del poder de compra en manos de los supermercados le llegó, más recientemente, otro fenómeno que iba a cambiar de nuevo las cosas. La bancarización de las transacciones y el uso masivo de las tarjetas de débito y crédito fueron haciendo desaparecer el dinero en efectivo como medio de pago dominante. Y entonces los proveedores de los servicios financieros entraron en escena, al competir entre ellos por clientes otorgando descuentos que obligaron a los supermercados a cooperar para no perder mercado que pasaron con el tiempo y su difusión a convertirse en la piedra en el zapato de los supermercados. Los bancos y las tarjetas emisoras pasaron en los últimos años a primera escena, con promociones amplias y agresivas publicitadas en los diarios y otros medios, los que a su vez se vieron favorecidos.

A diferencia de los efectos de la irrupción de los supermercados, la economía del desarrollo de los descuentos bancarios está mucho menos estudiada. Sus efectos se presumen que son competitivos y que se deberían traducir en precios finales a los consumidores más bajos. Pero aparecen dudas sobre los verdaderos efectos de estos descuentos y al hecho de que (a diferencia del caso de la irrupción de los supermercados) los gastos masivos en publicidad son costos que tienen que trasladarse al precio que finalmente va a pagar la demanda. Que no haya evidencia contundente para el caso argentino significa simplemente que la misma todavía no está disponible. No significa que es algo malo y, desde el punto de vista de la defensa de la competencia regular o cercenar este proceso es contraproducente.

Frente a estos cambios estructurales, este primer congelamiento de precios formal o explícito del siglo 21 en la Argentina empezó por donde uno hubiera esperado. Los supermercados son el centro neural de un proceso en donde el gobierno los tiene como aliados en sus objetivos de implementar el control de precios, simplificando terriblemente los costos administrativos. Lo que es más difícil de explicar es el último anuncio de unificación de medios de pagos electrónicos con la supuesta tarjeta del Banco Nación, aún cuando sea una buena noticia para la alianza entre el gobierno y los supermercados. Dejando de lado algo no menor (y de carácter legal), que es el cercenamiento directo de la competencia en el mercado de servicios financieros, este anuncio genera dos reflexiones. La primera es que la capacidad de oferta del Banco Nación es limitada en el corto plazo (a menos que el gobierno esté pensando en esto como la sala de pre-embarque a un viaje hacia la nacionalización de los depósitos bancarios) y que se requieren precisiones de cómo esto va a operar. La segunda, es que cuesta creer que los consumidores van a salir ganando. Más bien todo luce como otra vuelta de más caja estatal y poder económico, que tal vez servirá para disciplinar mejor a los supermercados (ahora no les van a pagar las tarjetas y los bancos sino una caja del gobierno) o para eliminar la publicidad de los diarios, pero que no tiene nada que ver con la eficiencia, los costos y precios más bajos y mucho menos con la inflación.

Es que, en el fondo, la trama de esta historia sobre controles de precios y cambio tecnológico se podría acercar peligrosamente a la de los talibanes que de repente tienen a su disposición tecnologías que les permiten hacer muchas cosas nuevas, y mucho daño. Esperemos que ese no sea el caso y que la política económica de la Argentina tenga de una buena vez una conducción que razone con lineamientos fundamentados y modernos, aunque sean innovadores. Para eso la tecnología sí sirve, y mucho.

(*) Economista Jefe de FIEL

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