11 de enero 2010 - 00:00

Postales del pueblo que no quería recibir negros

Un inmigrante muestra una bala con la que su grupo fue agredido en la localidad de Rosarno. El gobierno de Silvio Berlusconi anticipó que expulsará a los ilegales.
Un inmigrante muestra una bala con la que su grupo fue agredido en la localidad de Rosarno. El gobierno de Silvio Berlusconi anticipó que expulsará a los ilegales.
Rosarno, Italia - «No nos iremos de aquí hasta que se hayan marchado todos, absolutamente todos los negros. Hasta ahora los hemos tolerado, pero se acabó. No los queremos en Rosarno. Y si no quieren irse, nosotros los obligaremos a hacerlo».

Mientras habla, Antonio mira de reojo el bastón que oculta debajo de su coche y que está dispuesto a utilizar para convencer hasta al último de los inmigrantes de color de que abandone esta localidad de 15.000 habitantes en Calabria, al sur de Italia. De hecho ya habría echado mano del palo si no fuera porque un grupo de carabineros protege al puñado de aterrados inmigrantes africanos que aún quedan en Rosarno.

Hasta el viernes aquí había unos 2.500 subsaharianos. Llegaron en noviembre, como todos los años, para trabajar como temporarios en la recogida de mandarinas y naranjas, soportando jornadas de 10 horas a cambio de 25 euros (frente a los 35 que cobran los italianos faenando menos horas) y viviendo en condiciones de absoluta miseria. Tendrían que haberse quedado hasta marzo, cuando termina la temporada de los cítricos. Sin embargo, y después de los violentos enfrentamientos registrados en las últimas horas con los vecinos, el sábado apenas quedaban algunos.

«Claro que me voy. Nos vamos todos porque si nos quedamos nos matan. Están disparando contra nosotros. El viernes tirotearon en las piernas a dos de nuestros hermanos, y hoy (por el sábado) han abierto fuego contra otro. Por no hablar de las palizas, de los insultos. Nos llaman esclavos negros, animales, camellos, perros. Y encima mira en qué condiciones vivimos», asegura Isa Sharibu Temte, un ghanés de 29 años que lleva dos en Italia, mientras recorre con la mirada la ruinosa fábrica de aceite abandonada en la que él y otros 1.000 africanos han estado viviendo hacinados en los últimos meses.

Sin agua, sin luz, sin baños, durmiendo en el suelo y tratando de protegerse del frío dentro de pequeñas tiendas de campaña montadas por doquier. Los más desesperados incluso se atreven a dormir en las cisternas al aire libre, terriblemente húmedas y casi sin ventilación. «A veces pienso si no sería mejor estar preso. En la cárcel hay calefacción. Y no vives aterrado», añade Jess Ouzul, un inmigrante también proveniente de Ghana, mientras recoge apresuradamente sus pocas pertenencias antes de subirse al autobús habilitado por Protección Civil que lo llevará lejos de esta ciudad.

La guerra entre los vecinos de Rosarno y los inmigrantes africanos se desató el jueves por la noche, cuando unos niños del pueblo dispararon con una pistola de aire comprimido a los genitales de un africano que salía de un supermercado. Fue la gota que colmó el vaso. Hartos de humillaciones y agresiones, los subsaharianos dieron rienda suelta a su ira, rompiendo los parabrisas de algunos coches, quemando un par de vehículos y destruyendo mobiliario urbano.

Los habitantes de Rosarno, por su parte, respondieron a esa oleada de violencia con ataques y agresiones contra los inmigrantes. El sábado mismo, un grupo de vecinos prendió fuego a un caserón abandonado en mitad del campo en el que se refugiaban 10 inmigrantes que lograron escapar.

«La gente de Rosarno no es racista. Pero los negros se deben marchar. No podemos tolerar el comportamiento violento que han tenido en las últimas horas», afirma Gino Barreca, un empleado municipal, mientras realiza mediciones en un viejo almacén de naranjas en el que hasta el viernes vivían unos 400 africanos en condiciones infrahumanas y que en breve será demolido. «Hay una escuela enfrente. Los niños veían a esos negros haciendo sus necesidades delante de sus narices, y eso no se puede consentir», remarca el dueño de una ferretería.

El padre Carmelo Ascone, párroco de Rosarno, lo tiene claro: «El problema es que aquí no hay Estado. Quien manda es la mafia, la Ndrangheta. Son ellos los dueños en la práctica de los campos de naranjos, los que establecen los jornales, a los que les interesa pagar salarios miserables a los inmigrantes». Y algo de razón debe de tener: el Ayuntamiento de Rosarno fue disuelto en abril pasado tras detectarse infiltraciones mafiosas.

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