31 de marzo 2001 - 00:00

De buen humor, Joao Gilberto tocó con su talento habitual

Joao Gilberto.
Joao Gilberto.
Además de su genialidad y del papel fundamental que le cupo en la construcción de la bossa nova -nada habría sido posible sin la magia de su voz ni la originalidad de sus armonías y su toque en la guitarra; además del aporte obvio de los también geniales Vinicius y Jobim-, Joao Gilberto es conocido por su mal carácter y por sus actitudes ermitañas.

No siente ningún placer en dialogar con la prensa, y por eso sus reportajes son tan escasos. Tiene también una mala relación con los fotógrafos -horas antes de su primera función, inclusive, había decidido no dejarlos entrar en su concierto aunque después cambió de opinión-. Le molestan el aire acondicionado y el humo de cigarrillo (ambas cosas estuvieron prohibidas durante su actuación) y los ruidos del público: hay anécdotas que dicen que abandonó algún show en medio de la actuación porque la gente no hacía silencio.

Disfruta poco, o así lo demuestra al menos, de las giras y de los largos viajes, y sus conciertos, en general cortos, son también esporádicos; y circula el rumor que, a punto de cumplir 70 años, ha decidido retirarse. Suele encerrarse en los hoteles de los lugares que visita y hasta come en la habitación para limitar al mínimo el contacto humano. Y no es de esas personas que tienen el buen humor a flor de piel.

Sin embargo, en su nuevo debut argentino, con el salón Libertador del Sheraton colmado, lo que sucedió estuvo fuera de toda especulación previa. Se sentó frente al público sin una lista de temas prefijada. Pero, a poco de empezar, se notó que estaba en una muy buena noche. Se mostró distendido, simpático, charlatán. Se esforzó por explicar el contenido de algunas canciones. Pidió al público que le sugiriera títulos y cantó a pedido de la gente -»como si estuviéramos en casa», dijo-, aún cuando se tratara de temas que no están en su repertorio y, por lo tanto, un poco alejados de su memoria.

Tocó por dos horas y media sin levantarse de su silla y sin tomar, siquiera, un vaso de agua. Cantó muchos clásicos de la música brasileña y de su repertorio: «Desafinado», «Chega de saudade», «Eu vim da Bahía», «Pra que discutir con madame», «A falsa bahiana», «Desejo», «Rosa morena», «Doralice», «Conversa», «O pato», «Aguas de março», «Retrato en branco e preto», etc. También lo hizo en español: «El Farolito», «Bésame mucho», «Una mujer», «Eclipse», y en italiano. Tocó una maravillosa pieza instrumental de Luiz Bonfa aunque, para pesar de algunos, quedaron afuera de la larga lista otros clásicos como «Insensatez», «Samba de uma nota só», «Corcovado» o «Garota de Ipanema».

Fue tanta su entrega que hasta superó a la de mucha gente, que abandonó la sala antes del final derrotada de cansancio frente a su vitalidad y a un espectáculo que había empezado con una hora de atraso. Hablar de su talento, de su media voz inigualable, de su destreza con la guitarra, sería redundante. Fue tan brillante como siempre, sólo que esta vez mucho más relajado y más dispuesto a la comunicación y, por lo tanto, mucho más amable.

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