13 de febrero 2007 - 00:00

Todos son imprescriptibles

José López Rega
José López Rega
Después de haber evidenciado honda satisfacción por los procedimientos judiciales que involucraron a María Estela Martínez de Perón en las acciones de la Triple A durante la década del 70, y tras alentarlos a través de declaraciones públicas y gestiones oficiosas, el gobierno del doctor Néstor Kirchner eligió hacer un discreto mutis por el foro al advertir la reacción negativa que se estaba gestando en el seno del peronismo profundo, sintetizada en ásperos carteles fijados por las 62 Organizaciones: «No jodan con Perón».

Pocos ignoran que buena parte de la llamada «izquierda peronista» que en los años 70 militó en la organización Montoneros o en sus grupos de superficie está íntimamente convencida de que fue Juan Domingo Perón el que gatilló la acción directa antiguerrillera que se resumió principalmente en la Triple A. Basta leer a escritores de culto de ese sector (como el diputado nacional Miguel Bonasso, a la sazón, autor favorito del Presidente) para comprender que las acusaciones contra la viuda del General o contra el entonces ministro de Bienestar Social, José López Rega, son máscaras transparentes que no alcanzan a ocultar (ni se esfuerzan en hacerlo) la denuncia al propio Perón, responsable para ellos, en realidad, de haber interrumpido lo que consideraban (con sólidos motivos) su propio gobierno: el que encabezaba el doctor Héctor J. Cámpora, surgido de la proscripción del creador del peronismo.

Las acciones judiciales contra la señora-María Estela Martínez y contra algunos de sus ministros de hace más de tres décadas, como Carlos Ruckauf o Antonio Cafiero, se basan en el concepto de que los llamados crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles, tal como esa idea ha sido interpretada por la actual Corte Suprema, que ha definido como tales sólo a aquellos cometidos con participación del Estado. Suele afirmarse que, por ese motivo, la Justicia está obligada a revisar la acción del gobierno militar del Proceso o, inclusive, aquella producida por una organización antiguerrillera como la Triple A, pero debe considerar en otro plano los crímenes cometidos por el terror guerrillero, so pena de incurrir en la oficialmente condenada «teoría de los dos demonios».

Esa mirada sobre el pasado que culpabiliza los crímenes de unos y absuelve los de la otra parte puede ser discutida hoy con una suma de argumentos.

Esta semana, por ejemplo, el jurista argentino Luis Moreno Ocampo, primer fiscal de la Corte Penal Internacional (y, en los 80, fiscal del juicio a las juntas militares del Proceso), rebatió el criterio de considerar crímenes de lesa humanidad sólo a los actos inhumanos contra la población civil cometidos con participación del Estado. Moreno señaló que todos los ataques de ese carácter, sin excluir los realizados por grupos no gubernamentales, entran en la categoría. «En la Argentina hubo diferentes grupos que cometieron crímenes de lesa humanidad», resumió el fiscal.

Con todo, aún si se admite como correcto el criterio restrictivo de la Corte y sólo se consideran imprescriptiblemente imputables las acciones criminales vinculadas a gobiernos, lo que habría que discutir es el carácter de «grupos no gubernamentales» que suele asignarse a las guerrillas que actuaron en la Argentina en la década del 70. De hecho, Montoneros participó activamente en el gobierno nacional ejercido por el doctor Cámpora, ocupando con hombres propios o con compañeros de ruta sobre quienes ejercían influencia decisiva cargos de extrema responsabilidad, tanto en el gabinete como en la estructura político-administrativa del Estado. Un dato más puede incorporarse a este cuadro: muchos actores de la política de los años setenta recuerdan que, en las negociaciones anteriores y posteriores a la elección del doctor Cámpora, destinadas a la conformación de los elencos gubernamentales en Nación y provincias, las «orgas» de la izquierda peronista reclamaban centralmente el manejo de las fuerzas policiales, lo que obtuvieron en muchos casos. La renuncia del doctor Cámpora a la Presidencia ni eliminó de inmediato toda su inserción en el gobierno nacional ni suspendió la que mantuvieron desde el primer momento en gobiernos de importantes provincias argentinas (Buenos Aires, Córdoba, Mendoza, Salta, Santa Cruz, por ejemplo), de donde sólo fueron desalojados paulatinamente, tras la primera reacción impulsada por el general Perón al echarlos de la Plaza.

  • Dato despreciado

    De hecho, cuando se evocan episodios de extrema tensión y violencia como los ocurridos en Ezeiza al producirse el retorno del general Perón, suele despreciarse el dato de que esto ocurrió durante el gobierno del doctor Cámpora, con las organizaciones montoneras y sus aliados ocupando fragmentos importantes del poder. Los choques ocurridos en las proximidades del aeropuerto en esa ocasión enfrentaron a dos sectores gubernamentales, no a un grupo estatal o paraestatal y a otro de partisanos irregulares. Entre algunos protagonistas de la violencia de los 70 se sostenía, por otra parte, que en el asesinato de José Ignacio Rucci se habían utilizado armas proporcionadas por el Estado bonaerense al grupo que ejecutó al líder gremial más próximo a Juan Domingo Perón.

    Existe aun una tercera argumentación que abona la imprescriptibilidad de las acciones terroristas de los años 70. Ese razonamiento se apoya en el vínculo entre las organizaciones guerrilleras y un gobierno... aunque no se tratara ya del gobierno argentino, sino del cubano. Hay decenas de testimonios que muestran la relación íntima que existía entre las sedicentes organizaciones revolucionarias argentinas y la inteligencia del Estado castrista. Algunas de esas organizaciones argentinas fueron, de hecho, fundadas para brindar apoyo logístico a la frustrada guerrilla iniciada por Ernesto Guevara en Bolivia. El propio Che lo menciona en su diario de campaña y ofrece inclusive algunos nombres de apoyos argentinos que, aunque comprometidos, no llegaron al Altiplano.

    En esta interpretación, los crímenes cometidos por el terrorismo de izquierda de los años 70 serían imprescriptibles por haber sido acciones inspiradas y alentadas desde un gobierno, en este caso, de un Estado distinto del de las organizaciones operativas. Una mirada parecida es la que probablemente inspiró al fiscal Alberto Nisman cuando analizó las responsabilidades sobre el atentado contra la sede de AMIA, en el que se imputa a un grupo armado libanés -Hizbollah-como instrumento del Estado iraní, cuyos funcionarios son igualmente responsabilizados por el crimen.

    Por estos meandros jurídico-políticos se internará, sin duda, el debate que inició el gobierno con su actitud revisionista sobre la violencia de los años setenta. Si las sociedades deben procesar sus conflictos más graves, no de acuerdo al talante y la voluntad política de sus ciudadanos y su dirigencia, sino de acuerdo con los libros y con la decisión de una Justicia de ojos vendados, entonces los criterios de imprescriptibilidad deberán aplicarse con la mayor objetividad. La Justicia deberá ser ciega. No tuerta.
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