30 de mayo 2025 - 19:29

Los que aplauden también destruyen

La adulación como estrategia silenciosa de poder puede destruir equipos desde dentro. Cuando se aplaude sin pensar, el liderazgo y la organización se vacían.

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No todas las organizaciones colapsan por malas decisiones del liderazgo. Muchas se descomponen desde dentro, erosionadas por un exceso de aprobación complaciente. El adulador sobrevive. La organización se arruina, el líder se desgasta, pero él sigue ahí. Cambia de oficina, de estilo, de víctima. Es un cínico profesional. No cree en nada más que en su capacidad de agradar al poder de turno.

Y no hablamos de los aplausos del reconocimiento genuino. Hablamos de los otros. Los que vienen del miedo. De la conveniencia. De la necesidad de ser visto como leal, aunque se traicione el propósito común.

Esa es la forma más silenciosa de maldad en el mundo corporativo: la adulación profesional como estrategia de ascenso. El culto al jefe como forma de supervivencia.

La corrupción del lazo

Cuando los equipos se deforman, no siempre es por el jefe. Muchas veces es por quienes lo rodean. Por ese coro interno que sustituye el pensamiento crítico por frases hechas. Que levanta la voz solo para felicitar. Que transforma la conversación en un simulacro de alineamiento.

El psicólogo organizacional Robert Hogan advirtió que uno de los mayores peligros en la vida institucional es la sobrevivencia política basada en agradar, no en aportar (Hogan & Kaiser, 2005). Lo llamó managerial derailment: el descarrilamiento de líderes por entornos que les niegan el contraste.

Porque el adulador no solo deforma al jefe. Deforma el ecosistema. Vuelve sospechoso al disidente. Castiga la creatividad. Premia la complacencia.

Maltrato con sonrisas

El halago estratégico es una forma de violencia blanda. No se presenta como ataque. Pero daña. Porque impone un estándar: para estar adentro, hay que complacer.

Eso genera una cultura del miedo elegante. Nadie grita. Nadie amenaza. Pero todos saben qué se puede decir y qué no.

El sociólogo Pierre Bourdieu lo llamaba violencia simbólica: una forma de dominación aceptada como natural por quienes la padecen (Bourdieu, 1999). En el mundo corporativo, esa violencia se expresa en silencios, en omisiones, en la exclusión informal del que no aplaude.

La trampa del “buen clima”

En estos entornos, el “buen clima” se mide por la armonía superficial. No hay conflicto, porque no hay conversación real. No hay fricciones, porque nadie arriesga una idea distinta. Y así, mientras el equipo parece funcionar, en realidad se va desdibujando.

La teoría del groupthink (Janis, 1972) ya lo había advertido: los grupos que evitan el disenso tienden a tomar peores decisiones. Porque el miedo al conflicto los lleva a ignorar señales de alerta, a reforzar errores, a blindarse frente a la realidad.

La adulación como norma produce eso: consenso hueco, eficiencia simulada, y un deterioro silencioso del criterio colectivo.

La ingeniería del daño

El adulador no es ingenuo. Tiene estrategia. Sabe cuándo intervenir, cómo mostrarse leal, cómo aislar al que molesta sin ensuciarse las manos. Se disfraza de aliado, pero piensa en términos de poder. No aporta, se acomoda. No construye, calcula.

Y lo peor: muchas veces, lo hace con gestos amables. Con empatía fingida. Con un tono emocionalmente correcto.

Ejemplos no faltan. Uno de los más documentados es el entorno que rodeaba a Elizabeth Holmes en Theranos. La exaltación constante, la falta de voces críticas y una cultura del sí incondicional contribuyeron a que una empresa sin sustento científico terminara estafando a inversores, pacientes y empleados.

Los aduladores no solo la protegieron: la potenciaron. Y cuando el escándalo explotó, muchos de ellos ya estaban en otro lado, listos para volver a aplaudir a alguien más.

Así se desarma un espacio de trabajo. No con gritos ni renuncias escandalosas. Con almuerzos, con guiños, con silencios. Con la administración hábil de la exclusión.

Una ética de la colaboración

Para que un equipo sea sano, necesita una forma ética de vincularse. Eso incluye poder disentir sin temor. Señalar errores sin que eso implique perder relevancia. Valorar el aporte por encima del agrado.

Amy Edmondson, profesora en Harvard, lo define como seguridad psicológica (Edmondson, 1999): la percepción de que en un equipo uno puede hablar sin miedo a ser castigado.

Donde esa seguridad se erosiona, no hay innovación sostenible. Y donde el aplauso reemplaza a la conversación honesta, no hay liderazgo que resista.

¿Cómo se revierte?

Primero, con lucidez. Detectar cuándo el halago es herramienta, no afecto. Distinguir entre la crítica que construye y la obediencia que estanca.

Segundo, con coraje. El coraje de incomodar. De decir lo necesario aunque no sea simpático. De pedir ideas a quienes no están en el radar de los aduladores.

Tercero, con decisiones. Porque los aduladores no se corrigen con discursos. Se corrigen con estructura. Con dinámicas que premien el aporte real. Con procesos que transparenten los criterios. Con liderazgos que valoren el desafío, no solo la lealtad.

Una organización no se destruye de un día para otro. Se va vaciando desde adentro. Y los que más la vacían no son los que fallan. Son los que aplauden sin pensar. Los que convierten al líder en intocable. Los que venden entusiasmo a cambio de poder.

En la cultura corporativa del siglo XXI, no alcanza con líderes inspiradores. Hace falta también desactivar la industria del halago. Porque si no se frena a tiempo, el aplauso también puede matar.

Analista y Director de mentorpublico.com

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