26 de julio 2006 - 00:00

Amoroso, Kirchner le prepara el mejor obsequio a su mujer

Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner.
Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner.
Si todo ocurre como Néstor Kirchner sueña y confiesa -que su esposa lo suceda en la presidencia- habrá varias cuestiones a salvar, aparte de esas excepcionalidades climáticas que a uno le pueden cortar la vigilia de los ojos abiertos, tan habituales en política. Y lo obliguen, en consecuencia, a persistir en el Plan B de la reelección propia.

Son inquietudes obvias y de distinto nivel: ¿es transferible el poder?, ¿qué precauciones se toman para evitar que a su preferida no la ataque una crisis al primer o segundo año de ser elegida, cuando arrecien la falta de inversiones, las carencias energéticas, el descenso de la productividad en la economía o las derivaciones inflacionarias del control de precios? A esta altura, nadie podría creer que su herencia en vida, de prosperar, contenga la maliciosa idea de que a su consorte le explote una bomba en el sillón, de tal modo que luego la Historia por comparación demuestre que sólo el santacruceño era capaz de dirigir a los argentinos.

O preguntas menores, al menos para un profesional de la actividad, como ¿son trasladables los votos?, ¿cómo se mantienen las fidelidades de hoy?, ¿de qué forma se le organizan equipos?, ¿cómo vestirla de autonomía para no convertirse él en un ventrílocuo y ella en un muñeco inanimado que él gustaba llamar «Chirolita»? O, antes de llegar a esa alternativa, ¿sólo basta con el propósito de dividir a la oposición en distintas candidaturas para garantizar que no haya doble vuelta?, territorio anegado al cual el oficialismo puede llegar y no saber salir.

Son reflexiones que a él mismo lo deben asaltar desde hace casi tres años, casi cuando inició su administración, en el momento en que empezó a deslizarle a varios íntimos la posibilidad de apartarse frente a un segundo mandato posible, simplemente para mostrar su falta de personalismo, entronizando quizás a alguien de confianza que preservara su modelo y lo tuviese a él como un mínimo referente. Para entonces, claro, era un vendedor de tónico capilar, no le creía ni el más cercano: imposible imaginar, en tierra propia, alguien de porte que se ajustara a esos leales términos de intercambio. Sobre todo, luego de la experiencia que él mismo le había aplicado a quien lo llevó a la presidencia con todo tipo de artes, Eduardo Duhalde.

Ni Cristina Fernández de Kirchner encajaba en la pantalla: él nunca le había concedido cargos ejecutivos en sus gestiones provinciales. Por otra parte, la nominación de su esposa derrumbaba su propio modelo antirreelección; en rigor, lo agravaba, pues en lugar de establecer recambios más desprendidos y democráticos, impulsaba la sacralización de una dinastía. Todos piensan en un dominio familiar, alternativo, de 16 años, aunque él jure -como también lo hacía en Santa Cruz- que nunca más regresará como titular a la Casa Rosada luego de sus cuatro años de iniciación.

Hoy, sin embargo, por lo menos se debe aceptar la existencia de ciertas intencionalidades verbales: dice que no continúa, que propicia a su esposa, lo repite ante amigos y adversarios (Jorge Sobisch, dos veces), ante insospechados interlocutores (José Luis Rodríguez Zapatero) y, lo más importante, se lo ha prometido a la misma Cristina en la celebración de su último cumpleaños. Detalle poco significativo o de formas si no fuera que ella, como corresponde a alguien empapado de política, aceptó la propuesta y la convirtió en desafío en ese atardecer de Olivos cuando soplaron las 56 velitas del mandatario. No era una promesa en el tálamo, hubo demasiados testigos.

Desde hace meses revisa encuestas sobre el avance de su mujer, le otorga nuevas responsabilidades -algunas ingratas, como defender temas o personas con los que ella no siempre estuvo de acuerdo, desde los DNU a Julio De Vido-, la transformó de bonaerense en pingüina, de pingüina en bonaerense y, lo más importante, parece convencido de la primera tarea a cumplir para mutarla en rara ave nacional: el triunfo. Si la impuso en Buenos Aires, donde quebró el aparato duhaldista (más, lo convirtió a su religión), ¿por qué no habrá de servir su política de persuasión en todo el territorio ahora que está aceitada y el superávit persiste?

Ya demostró eficacia su mecanismo de aglutinar voluntades, sea menos por la palabra que por el subsidio; le resta, en cambio, la adecuación de la candidatura femenina a la ingeniería constitucional: concentrar fuerzas alrededor de Cristina, que supere más de 40% de los votos (los sondeos no bloquean esa posibilidad) y desintegrar a la oposición en aspirantes diversos para que ninguno supere 30%. Pan comido en la teoría para el primer y único enfrentamiento de octubre de 2007. Por si acaso hasta se les promete todo tipo de asistencia a rivales acérrimos, se le despertó una generosidad solidaria impensable con el gobernador neuquino, siempre y cuando mantenga su vocación de pretendiente solitario al Ejecutivo. Para otros soñadores de la presidencia puede haber más señuelos, siempre vinculados a lo crematístico, sea para impulsarlos como a Sobisch en la oposición, o para diluirlos hacia otra oportunidad en el peronismo (Adolfo Rodríguez Saá, Juan Carlos Romero).

Para esta visión, los votos son trasladables de uno a otro. Al menos en el papel. ¿Y el poder, el liderazgo? Un dilema más serio, pues las revueltas exitosas se las hicieron a Luis XVI y no a Luis XIV, al zar Nicolás y no a Pedro El Grande, nadie se atrevió con Stalin, nadie se atreve con Fidel Castro. Más difícil de transferir por escritura ese ánimo dominante, aunque a ella tampoco le falten agallas, sea por contagio o naturaleza, lo reveló en la oposición, también en el oficialismo. Si así fuera, mecánicamente perfecta la posta del poder, queda un interrogante: ¿cuál será el rol futuro del gran elector? Autosuspendido en el poder, ¿se volverá un embajador itinerante (cargo que no le sienta); se extrañará a tomar vermouth por las tardes en Río Gallegos y será ocasional visitante de la Casa Rosada remedando en parte al marido de Margaret Thatcher? O acaso, como algún pícaro advirtió, si todo se cumple quizás se repita la leyenda tan cara al matrimonio, «Cámpora al gobierno, Perón al poder».

Otro enigma entonces, por más que haya respeto familiar en una sociedad que parece más anónima que conyugal. En una pareja que, en principio, nada semeja su negociación interna al legado irresponsable que le cedió Juan Perón a María Estela Martínez o a la liberación personal que hizo Duhalde con su esposa Chiche cuando la condenó al fracaso electoral en la provincia de Buenos Aires. Igual, hay nubarrones económicos, sociales, ajenos y propios, que deberá enfrentar una mujer sin experiencia ejecutiva ni administrativa. Pero el Sur -hasta ahora es incontrovertible- todo lo puede, al menos en el día a día.

  • Dudas

    Del Sur justamente, de Santa Cruz, de la pingüinera, surgen numerosas dudas: con ese sector innominado, poco representativo, gobierna él. ¿Lo hará ella? No calza esa ecuación, ya que por historia personal la senadora candidata es «más de acá que de allá», y las amistades masculinas del marido no son exactamente lo que ella más aprecia. Al menos, hay copioso anecdotario del terruño al respecto y en todos los planos: de las desavenencias con la cuñada Alicia (confesora del Presidente en los grandes momentos) a las rispideces con Julio De Vido o el hombre del Transporte, Ricardo Jaime, sin olvidar los distanciamientos con alguien menor, Rudy Ulloa Igor, quien vaya a saber por qué razón dispone de entrañable confianza con Kirchner y Carlos Zannini, su corrector de decretos. La lista es más larga, gente de la colmena que nunca pensó en llegar y seguramente piensa en sobrevivir. ¿Quién elegirá entonces a los colaboradores, al equipo, son canjeables los que están?

    Prematuro cualquier juicio, interesante el cuadro político de un lado por la sola iniciativa de hacer la posta del sillón presidencial y del género, de obsequiarle a una esposa el regalo que ningún otro hombre es capaz de dar.
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