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Fidel Castro
La guía presentó esa tarde, en medio del bullicio, centroamericano, a un enjuto personaje de tonada trasandina (chilena): «Le presento al 'Chele'». El periodista argentino, en su intimidad se dijo: al «Chele» le va de bien (leche al revés) porque su piel en medio de la negrura del ambiente resaltaba por lo blanca. «Es una persona muy importante», dijo la guía a manera de confesión. Tiempo más tarde, el periodista supo por qué lo decía: era el yerno del comandante Raúl Castro (hermano de Fidel Castro). El «Chele», Juan Maco Gutiérrez Fischmann, era un chileno oficial del ejército que había estudiado en la Escuela Militar Camilo Cienfuegos, a quien su jefe, Sergio Galvarino Apablaza, el «Comandante Salvador», odiaba (el periodista lo supo mucho tiempo más tarde). ¿Por qué más tarde? ¿Por qué razón?
Muchos años después (las centroamericanas se destacan porque nunca cuentan la historia completa), el periodista argentino supo que el «Chele» era una cosa y «Salvador» otra. Así empezó la historia de uno y otro. En un caluroso día de junio de 1974, a escasos días de la muerte del presidente Juan Domingo Perón, llegó a La Habana Volodia Teitelboim, el más importante dirigente del comunismo chileno en el exilio que residía en Moscú (Luis Corvalán estaba detenido en la Isla de Dawson antes de ser «canjeado»).
En el aeropuerto José Martí lo recibieron los chilenos Rodrigo Rojas, Oriel Viciani y Julieta Campuzano. «Don Volodia» no tenía muchas actividades previstas. En su agenda sólo figuraba un encuentro (trascendental) con Fidel Castro en el Palacio de la Revolución al que, horas más tarde, concurrió con Rodrigo Rojas (desaparecido). Fidel los recibió acompañado por su hermano Raúl; el jefe del Departamento Américas del partido comunista cubano, Manuel «Barbarroja» Piñeiro (a quien el periodista, esta vez de Ambito Financiero, vio en La Habana en 1985); y el viceprimer ministro, Carlos Rafael Rodríguez. A sus cuarenta y ocho años, Fidel era un ícono de lo que debía ser un «revolucionario» latinoamericano. Habló casi con exclusividad.
• Vergüenza
Los chilenos comunistas guardaban un vergonzoso silencio porque se los tildaba de «cobardes» por no haber defendido con las armas el gobierno de Salvador Allende Gossens. Es más: se consideraba que era el único partido de la Unidad Popular que no había sido capaz de resistir el golpe militar porque había apostado todas sus fichas a la «vía legal». Una de las tantas exuberancias que se permitió decir Fidel Castro en la reunión fue: «El error del gobierno de Allende fue no contar con una fuerza militar que lo defendiera; ahora no veo ninguna posibilidad a la vía armada en Chile, dado el profesionalismo y nivel de sus fuerzas armadas».
Con la visión miope de un orate, luego de muchos muertos, Fidel Castro les dice: «No veo otra salida a la dictadura militar chilena que la formación de un gran frente encabezado por Eduardo Frei Montalvo» (el periodista, unos años más tarde, en 1979, habla a solas durante dos horas con el ex presidente y niega cualquier posibilidad con la izquierda).
En esa reunión, ante los perplejos chilenos, Castro les anuncia (Castro no informa, anuncia) que admitirá a jóvenes comunistas chilenos para graduarse como oficiales militares de carrera. Con aire de importancia, graduó su voz y dijo: «Los nuevos militares serán para defender al futuro gobierno democrático ... no para tomar el poder por asalto ... serán militantes suyos, pero yo seré el dueño de darle la formación militar que estime conveniente».
Antes de abandonar el despacho, Fidel les dice: «Yo voy a guardar en mi caja fuerte mi propuesta porque es el nacimiento de un nuevo ejército democrático para Chile». A partir de esa entrevista, varias decenas de chilenos llegaron por distintas vías a La Habana para formarse en el Ejército Democrático Chileno. Como signo de distinción, fueron a parar a la Escuela Militar Camilo Cienfuegos, considerada la más elitista y prestigiosa. Hasta ese momento, los « revolucionarios» extranjeros iban a parar al Centro de Entrenamiento Número 8, en Pinar del Río, y a Punto Cero, en Guanabao (por donde transitaron varias decenas de argentinos y argentinas).
La gran diferencia fue que los chilenos no iban a ser formados como simples insurgentes: iban a ser oficiales militares especializados en artillería terrestre y aérea, tanques y comunicaciones. Vestían uniforme castrense verde oliva.
Entre los muchos chilenos, el que más se destacó fue Sergio Galvarino Apablaza, cuya «chapa» era «Comandante Salvador». Iba a ser el jefe del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR). «Salvador», a diferencia del «Chele», se distinguía por su arrojo. Le imputaba al «Chele» ser un «ventanero», de haber llegado a su lugar por «el poder de las sábanas» y no por la lucha. Se despreciaban. Durante el conflicto nicaragüense, «Salvador» llegó a aparecer de verde oliva junto a Omar Torrijos en una conferencia de prensa. Cuando se le preguntó quién era ese desconocido, el hombre fuerte de Panamá sólo dijo: «Es mi asesor personal». «Salvador» inclusive contaba a quien quisiera escucharlo que había llegado primero al cuartel general de Anastasio Somoza.
Es cierto que Sergio Galvarino Apablaza Guerra se distinguía por su fanatismo, pero no era verdad su cuento. Lo supo el periodista años más tarde. Los primeros en entrar al «búnker» de Somoza el 20 de julio de 1979 fueron el cubano «Gustavo» (el oficial Antonio «Tony» de la Guardia) y el argentino «Vasco», nombre ilegal de Fernando Vaca Narvaja Yofre, uno de los jefes de la Columna San Martín.
Mientras el cubano escudriñaba todos los recovecos, el argentino se limitó a poner sus botas arriba del escritorio de Somoza, buscar sus legajos y descubrir la envidiable bodega que les había dejado en su huida el mandatario nicaragüense. Bajó al segundo subsuelo y con su cuchillo bayoneta abrió un finísimo vino blanco de Napa Valley para brindar por el triunfo.
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