"Millones de lágrimas censadas"
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Entre Corrientes y Córdoba se veían los empleados de las oficinas, que empezaban a arrimarse aprovechando el horario de almuerzo, vestidos de traje unos pocos, la mayoría informales por el viernes de casual day. Uno de ellos, de impecable corbata roja, tomaba fotos con la blackberry corporativa, mientras dejaba caer la tarjeta personal de un banco inglés.
"Ya salió, ya salió", decía un señor que peinaba canas, con una rosa blanca en la mano y una bolsa de consorcio en la cabeza. En la puerta del Ministerio de Trabajo se oía cuchichear a los empleados sobre el oportunismo de algunos colegas que se habían convertido al kirchnerismo en sólo 72 horas. Al rato se fundían en el canto: "...Néstor no se murió, Néstor vive en el pueblo...".
Las motos policiales pasaron raudas y derramaron la falsa sensación de que Kirchner estaba muy cerca. "Desde la muerte de Perón que no se ve algo así", balbuceaba un viejo a un desconocido. El otro asentía, con la vista en otra parte. Y allá a lo lejos, las banderas y las pancartas comenzaron a acercarse.
"Ahí viene", llegó el murmullo apretado. Los pedidos más urgentes de los policías hacían presagiar que así era. Las sirenas se encendieron y pasó la F-100 roja de la división Bomberos. Más motos, éstas blancas, y luego dos autos llenos de flores. Ahora sí aparecieron las lágrimas, las de verdad, las que se distinguían de la lluvia y los anteojos empañados. Hombres de civil blindaron el acceso al auto que contenía los restos del hombre que despertaba tanta pasión. Y más atrás, la vanguardia eufórica ensanchaba el camino. Los menos acostumbrados a los amontonamientos y empujones se protegieron detrás de las columnas de las galerías de Alem.
Los militantes, jóvenes en su gran mayoría, no paraban de gritar. Ensalzaban a "La gloriosa Juventud Peronista" y vociferaban el segundo hit del acontecimiento: "Che gorila, che gorila, no te lo repito más, si la tocan a Cristina, qué quilombo se va a armar". El de corbata roja puso los dedos en V y se unió con las estrofas menos populares de la marcha peronista.
Lo que parecía una custodia restringida de fieles escuderos tenía una larga estela. Cientos de no militantes se acoplaban, doblando en Córdoba, en esa subida que volvía a la procesión más impactante que cuando se desplegaba en el llano.
El recibimiento en los balcones de los edificios se apreciaba con más nitidez en avenida Córdoba. El auto con los restos de Kirchner se alejaba. Muchachos con medio cuerpo afuera de la ventana agitaban los brazos, como en la popular de una cancha de fútbol. Enfermeras de un centro de estética privado sacudían una telas blancas y le daban épica peronista al instante. Abajo, los peregrinos seguían aplaudiendo con resabios de emoción.
En el cruce de Córdoba y Florida los turistas que rondaban al shopping Galerías Pacífico se animaban a mojarse para tener el retrato antropológico de su paso por Buenos Aires. El coche fúnebre ya se había alejado lo suficiente de la retaguardia como para que los últimos siguieran empapándose por acercarse aunque fuera un poco más a la columna principal. Pegaban la vuelta.
Y cuando ese cuerpo uniforme de autos, motos, personas y banderas giró en la 9 de julio, los coches estancados en San Martín comenzaron a tocar bocina, para que la policía les abriera el paso y pudieran seguir su rumbo.
A todos esto, en Alem ya habían abierto el tránsito y los colectivos que se habían desviado por Puerto Madero retomaban su recorrido habitual. Las paradas estaban repletas de esas personas que minutos antes habían despedido a Néstor Kirchner. "Ya enterré a dos líderes, la próxima entiérrenme a mí", le dijo un tipo de sesenta años a un amigo. Y se subieron al 143.
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