31 de julio 2001 - 00:00

Los niños, eslabón más frágil de un negocio que renace

Los niños, eslabón más frágil de un negocio que renace
Benin - Aminata llegó a Gabón en un barco de la vergüenza. Los modernos negreros raptaron a la niña de 10 años en su aldea, Sokode (Togo), la metieron en un coche y no pararon hasta la ciudad nigeriana de Ibono, a 1.700 kilómetros.Allí la introdujeron en un barco como el MV Etireno, que el último abril descubrió al mundo el terrible drama de los niños esclavos.

Aminata tuvo suerte. Sólo aguantó durante cuatro meses la brutalidad de su patrón. Fue obligada, junto a docenas de pequeños, algunos de hasta seis años, a vender dulces por las calles de Libreville, la capital de Gabón, hasta que un día logró escapar. Después de una larga caminata, cayó rendida debajo de un banco de la ciudad, sucia y hambrienta. Alguien la encontró y la condujo hasta un refugio para ex esclavos que dirige un grupo de profesores y monjas locales. Hoy, Aminata se pasa la mayor parte del día llorando. El fotógrafo Mike Sheil la halló gimiendo porque había tomado sin permiso unas galletas en la cocina de las monjas. La niña tenía pánico de que las religiosas la golpearan como hacía día y noche su patrón. «Estaba tan aterrada como aturdida», relató Sheil, cuyas fotografías ilustran este reportaje.

«La niña se sentía muy angustiada cuando se le preguntaba por su llegada a Libreville. Contaba que lo peor que le había pasado eran los golpes que recibía continuamente. Sus piernas mostraban las profundas heridas causadas por el látigo del patrón.»

Se estima que, tan sólo en Africa occidental, 200.000 menores son condenados a la esclavitud. «Lo consideramos esclavitud porque no reciben salario, son transferidos de un país a otro y son vendidos por una cantidad de dinero», afirma Esther Guluma, responsable de UNICEF en Benin. Un pequeño país, pero de una importancia capital en este miserable tráfico del siglo XXI.

En la pequeña aldea beninesa de Djigbe, el comercio de seres humanos es algo más que una práctica repugnante. Es una costumbre aceptada por el mismo jefe tribal, Pascal Akio. «Es una buena manera de ganar dinero», dice. Algo que se comprende más cuando se sabe que el próspero negocio es dirigido por una de sus hermanas.

• Secuestro

Akio sólo se enfrentó a su hermana en una ocasión, hace siete años, cuando la negrera sugirió enviar a una de sus propias hijas, Micheline, a Gabón. «La niña llevaba cinco años en el colegio y era la primera de su clase», dijo el cacique, que se negó. Pero su hermana no se echó atrás y secuestró a la pequeña, que entonces tenía 12 años. Micheline permanece todavía en Libreville, trabajando para la mujer a quien fue vendida.

Valerie Houndeton
, de 26 años, y su amiga Justine Akio, de 18, también formaron parte de la remesa de siervos que explotaba la señora de Libreville. Valerie pasó 10 años como sirvienta. La patrona llegó a tener un séquito de siete niñas. «Hacíamos el servicio doméstico, incluida la comida, pero también vendíamos utensilios de cocina en el negocio de la señora. Dormíamos en el salón (en el suelo). Nunca nos pagaron, sólo nos daban alguna ropa», explica Valerie. «La señora nos hizo sufrir mucho y se enriqueció sin darnos nada para ayudarnos en el futuro. Lo peor del trabajo era que su marido solía pegarnos y nos ataban juntas con cuerdas». El cautiverio de Valerie sólo concluyó cuando se convirtió en una adolescente y su patrona temió que pudiera quedarse embarazada. Fue entonces cuando se le permitió regresar a la aldea de Djigbe.

La traumática experiencia de Valerie ya concluyó. Pero no la de su vecina
Genevieve Djemirba. La pequeña ni tan siquiera conoce su edad. Imagina que tiene 13 o 14 años. La enviaron de Djigbe a Porto Novo (la capital política de Benin) cuando apenas caminaba. Lleva siete años trabajando como empleada del hogar, junto a otras cinco menores. «No nos pagan nada y la hija del patrón, que tiene 38 años, suele golpearnos cuando no cocinamos o no lavamos. Dormimos en el garaje», precisa. Humillada por los castigos corporales -en una ocasión fue marcada con un cuchillo candente-, Genevieve escapó en más de una ocasión y logró regresar a Djigbe, pero su propia familia la condujo de nuevo hasta Porto Novo.

Los testimonios de los niños esclavos son desgarradores. Los apodan CDW (iniciales de Child Domestic Worker, niño empleado en el trabajo doméstico). Pero en realidad, jovencitas como Valerie, Justine o Genevieve son las esclavas de la era moderna y así las considera Contra la Esclavitud Internacional, la ONG que descubrió los casos de estas pequeñas.

Pero no fue hasta 1990 cuando las embajadas de Benin en países como Nigeria, Gabón o Camerún comenzaron a alertar sobre la magnitud del fenómeno, y se tuvo que esperar al año pasado para que la región celebrara una primera conferencia sobre el asunto.

Como una extensión del tráfico ilegal de inmigrantes adultos, el negocio de los menores tejió una tupida trama de intermediarios, mercaderes y transportadores, que fijan los precios para estos esclavos, según su destino y empleo final. Así, los niños benineses que marchan a las plantaciones de cacao y café de Costa de Marfil suponen unos ingresos para los padres que los venden por valores que oscilan entre los 26 y los 58 dólares. Las menores que son enviadas a Gabón para trabajar en el servicio doméstico o como vendedoras en los mercados no superan los 26 dólares, señala UNICEF. Otras organizaciones como Terre des Hommes bajan esa cifra hasta menos de 20 dólares por niño.

La ganancia de los padres que venden a sus hijos es incomparable con la del traficante: hasta más de 450 dólares en el caso de los menores que son enviados a los campos de cultivo de Costa de Marfil y 230 dólares para las empleadas del hogar de Gabón. En este país, cerca de un millar de niñas procedentes de la vecina Togo son forzadas a trabajar en el servicio doméstico o en la venta ambulante.

Resulta estremecedora la multiplicación en esta zona de Africa de centros de reinserción de niños esclavos. Sólo en el puerto beninés de Cotonú hay dos, y uno más a 20 kilómetros de esta ciudad, que albergan en conjunto a más de 200 menores. «Lo normal es el tráfico individual o en grupos de dos o tres niños, pero hay casos de verdaderos profesionales, que aseguran el envío de siete a 10 pequeños por semana», precisa
Elizabeth Ponce. Esta ecuatoriana lleva dos años trabajando junto a su marido, Alfonso González, en el centro de reinserción que la ONG Terre des Hommes instaló en Cotonú. La misma asociación dispone de otra institución similar en Lomé (Togo).

La principal causa de este comercio abominable tiene un nombre: miseria. La población de esta región sufre niveles de pobreza cuya media regional oscila en torno de 40%, pero que en países como Mali alcanza 72,8%. En Benin, 47,3% de sus habitantes malvive en la más absoluta miseria.

• Obedientes y sumisos

«Imagine que usted vive en una aldea golpeada por la pobreza y el hambre y aparece su vecino que se marchó al extranjero con un par de zapatillas Nike, una radio y unos vaqueros. Para ellos es el cielo. Es más, hay casos en que los niños se enojan cuando los liberan», denuncia Ponce. «Hay una segunda explicación que ofrecen los propios traficantes: que los niños son más obedientes y sumisos que los adultos. Aquí en Benin la mayoría de los casos de esclavitud se dan entre niñas de 9 a 13 años. Los chicos trabajan como ayudantes de carpinteros, chatarreros, o algo parecido. Ahora estamos comenzando a detectar menores que son enviadas a Europa como prostitutas. A veces se las llevan con los ojos vendados en camiones para que no puedan recordar el camino de vuelta y no se escapen». Los estudios de las ONG demuestran que la mayoría de los pequeños vuelve a ser presa de los traficantes. «En 1999 realizamos una investigación sobre 200 niños que habían regresado y tan sólo pudimos localizar a 5. El resto había vuelto a ser vendido en el extranjero», precisa Norbert Fanou-Ako, director de Enfants Solidaires d'Afrique et du Monde, una ONG especializada en la lucha contra el comercio de menores.

La tragedia marca de tal manera la vida de los niños que muchos de ellos, al recuperar la libertad, se convierten en traficantes. Como
Philomine Tegble, que envía en coche una media de tres niños al mes desde la región de Mono, en el oeste de Benin, hasta la vecina Nigeria. «Tienen entre 10 y 12 años. El patrón paga el transporte, que suele costar 5 dólares por niño. Yo recibo un mes de salario y después otro mes más por cada año que trabaja el menor. A los padres se les pagan unos 10 dólares por la venta del pequeño», explica Philomine. «Detrás de todo esto hay siempre un sueño. Sobre todo el de los niños, que realmente se creen que van a viajar al Paraíso. Por eso es muy difícil encontrar casos de pequeños que sean raptados. Es el drama que estamos sufriendo ahora, diferente respecto de la antigua esclavitud. Antes los reducían con cadenas. Ahora son ellos los que marchan voluntariamente», sentencia Alfonso González.

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