22 de junio 2007 - 00:00

Israel: playas, historia y hasta paseos en camello

La principal atracción de la portuaria Haifa no es hebrea ni musulmana: son los jardines del santuario del cultoBahai. Haifa es un ejemplo de convivencia entre el Islam y los judíos.
La principal atracción de la portuaria Haifa no es hebrea ni musulmana: son los jardines del santuario del culto Bahai. Haifa es un ejemplo de convivencia entre el Islam y los judíos.
Escribe Sergio Dattilo

Jerusalén, de la que nos ocupamos extensamente la semana pasada, queda atrás. En general, los tours pasan por ella a la mitad de toda recorrida por Israel. Es razonable: está ubicada en el centro de la geografía israelí y desde ella se parte a todos los puntos del Estado judío: el Mar Muerto, el Rojo y el Mediterráneo; Galilea y el Golán en el Norte; los desiertos de Judea y Néguev en el Sur; las playas de Tel Aviv, Haifa, Cesarea y Netanya en el Oeste; las cuevas de Rosh HaNikrá en el límite con el Líbano y Metzadá (Masada) en el Sur, el lugar donde 200 familias judías prefirieron morir por mano propia antes que ser masacradas por las tropas romanas, a las que mantuvieron a raya durante meses.
Pero como siempre en este país, la historia se mezcla con el presente: a pocos kilómetros de Metzadá se pueden ver plantaciones de dátiles y flores en pleno desierto, un homenaje -seguramente involuntario, pero no casual- de los israelíes de hoy a los combatientes de hace dos milenios. Para el visitante cristiano, sin duda los puntos de mayor interés están en la Galilea, zona de la antigua Israel en la que Jesús predicó a los judíos de la región (nunca lo hizo ante gentiles: quien sentó las bases del cristianismo fue San Pablo -Shaúl- de Tarso, el primero en marcar la necesidad de llevar la palabra de Jesús también a los paganos). De ahí que casi todos los lugares en que Jesús lanzó sus ideas revolucionarias están en los alrededores del Kinéret (Mar de Galilea).
El turista se detiene sobre una elevación y comprueba que el paisaje es similar a cualquier paisaje serrano del mundo. Rápidamente el guía lo saca de esa ilusión: «Estamos en el Monte de las Beatitudes, donde Jesús pronunció el Sermón de la Montaña; por un raro efecto acústico, aunque bajes varios cientos de metros, vas a escucharme como si estuvieras a mi lado; ese poblado que se ve allá abajo es Kfar Naum (Capernáum), donde Pedro tenía su casa (dentro de un rato pararemos allí; se conservan las ruinas de la sinagoga) y un poco más acá estaba Bethsaida, donde hizo el milagro de la multiplicación de los panes y los peces». Lleva poco darse cuenta de que ese paisaje serrano no tiene igual, aunque el Kinéret pueda parecerse a algún lago del sur argen-tino.
Un poco más al Oeste se levanta Nazareth, donde está la Basílica de la Anunciación, que alberga la gruta donde -según el Nuevo Testamento- María recibió la noticia de que iba a ser madre de Jesús de labios del Arcángel Gabriel. Nazareth también es la mayor ciudad de Israel en términos de población árabe (sus autoridades locales son musulmanas) y allí se repiten los maravillosos olores y sabores del «shuk» de Jerusalén. Del otro lado del Mar de Galilea, el atractivo es mucho más geopolítico que místico: allí están las Alturas del Golán, un territorio conquistado por Israel en la Guerra de los Seis Días, y cuya devolución a Siria podría ser la prenda de paz entre esas dos naciones. Por ahora, es la principal fuente de agua dulce de Israel y su mayor área de viñedos y olivares. La vista desde el Mirador de la Paz, al sudeste del Kinéret, es inigualable. También allí se conservan restos de las ametralladoras con las que los soldados sirios acribillaban a los tractores de los «kibbutzim» (granjas colectivas) israelíes cada vez que -según ellos- violaban su territorio. Todo el Golán está salpicado de restos de cuarteles, tanques y piezas de artillería sirios destruidos en la Guerra de 1967.
Para entender el conflicto, pero también para obtener una vista casi aérea de la triple frontera entre Israel, Siria y Jordania, es bueno visitar Har Ben Tal, un complejo de túneles y trincheras en altura desde el que se observa el Emék HaBaja (Valle de las Lágrimas), lugar en el que se libró una crucial batalla de tanques que -de haberse dado el resultado inverso al que sucedió- podría haber representado el fin del Estado hebreo. Fue en la Guerra de Iom Kippur, en 1973, y desde entonces no se ha escuchado un solo tiro en esa frontera. Lo mismo puede decirse del parque Tel Dan, el que, además de ofrecer una caminata magnífica a través del bosque que crece a la vera del río Jatzbani (el más caudaloso de Israel) y la visión de ruinas del templo que se levantaba allí -el segundo más sagrado después del de Jerusalén-, culmina en un observatorio desde el que se contempla un enorme valle que antes de la colonización judía era un pantano que hubo que secar. Del otro lado del valle está el Líbano; en esa comarca valle -hoy pacífica y nuevamente terreno de labranza-, hace poco más de un año acampaban tropas y tanques israelíes que luego combatían en territorio libanés.
El contraste entre esta paz y lo sucedido en la guerra del año pasado está en toda la región norte del país. Sobre el Mediterráneo están las ciudades de Naharia (que tiene una «Radio Argentina» para la colonia latinoamericana) y Kyriat Shmoná, ambas blanco de miles de cohetes lanzados por Hizbollah. Sin embargo, ninguna de ellas exhibe hoy la menor muestra de esos bombardeos: las autoridades israelíes las repararon en tiempo récord justamente para que no quedaran huellas (físicas al menos) de los padecimientos de la guerra. Uno de los puntos más bellos de la Galilea Occidental es Rosh HaNikrá. Allí, un cablecarril desciende desde la cima de un acantilado hasta el mar; al visitante lo esperan (desde hace millones de años) cuevas que el mar excavó en la piedra caliza de la costa. La caminata por las cuevas es impresionante por el contraste entre el verde del agua y el dorado de las rocas.
Si hay suerte, se podrán ver tortugas marinas nadando entre las piedras. En la cima del acantilado aguarda un restorán, en cuya pared hay una señal de tránsito: «Jerusalén 250 km; Beirut 120». El local termina contra un alambrado: del otro lado está el Líbano.

TEL AVIV Y HAIFA

En la entrega anterior nos ocupamos brevemente de Tel Aviv, la segunda ciudad de Israel. Como casi en ninguna otra parte del país, aquí se evidencia el boom económico, fruto de los éxitos del país en alta tecnología (desde la fabricación de microchips hasta el riego por goteo inventado en un kibbutz del desierto del Néguev, Netafim, hoy una multinacional) y la exportación de frutas, hortalizas y flores de alto valor agregado, entre otros factores. Igual que en el resto del mundo, las grúas y plumas de construcción son testigos de esa bonanza.
Aún conviven las «cajas de zapatos» -construidas en las décadas del 40 y el 50 para albergar a las masas de inmigrantes que llegaron tras la Shoá- con modernísimos complejos de departamentos con pileta y servicios. Lo llamativo es que los precarios y feos edificios levantados en esa época están frente a la playa, en ubicaciones hoy privilegiadas. Seguramente será una cuestión de tiempo que sean totalmente reemplazados por esos complejos de lujo. De todos modos, en este punto es necesario hacer un alto: a pesar de que hay casas coquetas, edificios bellos y modernos, etc., las diferencias económicas entre ricos y pobres no son ni de cerca tan obscenas como sucede -por caso- en América latina. En las calles y rutas de Israel tampoco se ven autos escandalosamente lujosos, y todas las playas son públicas. Quizás esto varíe con el tiempo, pero hoy puede decirse que el Estado judío conserva en buena parte el espíritu igualitario y hasta familiar con que fue fundado hace casi sesenta años.
De todos modos, y para comprobar «in situ» esta explosión de la economía, vale la pena acercarse al complejo Azraely, conformado por tres edificios de 50 pisos (redondo, cuadrado y rectangular) a cuyo pie se levanta el shopping mall más nuevo y lujoso del país, y en la última planta, un observatorio. Allí la pita de shwarma o de falafel es más cara que en los puestos de la calle Dizengoff, y no tan sabrosa.
A pesar de que la guerra comenzó el 14 de mayo de 1948 (Día de la Independencia) y nunca terminó, la gente mantiene el buen humor y las ganas de divertirse. Para compartir esa alegría -estando en Tel Aviv-, de día hay que ir a la playa (arena blanquísima, agua cálida) y de noche darse una vuelta cualquier día de la semana (pero sobre todo jueves, viernes o sábado a la noche- por Namal Ha Tel Aviv. Es la antigua terminal portuaria de la ciudad, con sus galpones convertidos en restoranes, boutiques, discotecas y hasta un «strip club».
Es el lugar de más «onda» de la ciudad, con el atractivo adicional del Mediterráneo golpeando contra la rambla y espectaculares puestas de sol en el mar. Una recomendación: merendar en el café Max Brenner, que ofrece chocolate en todas las variantes (líquidas, sólidas, espumosas) imaginables.
Al Norte se encuentra Haifa, la tercera ciudad de Israel y un ejemplo de que la convivencia entre judíos y musulmanes es posible. Curiosamente, su mayor atracción turística no es ni islámica ni hebrea: son los jardines de la religión Bahai, surgida hace casi dos siglos en Irán como una rama del islam. El templo está en la cima de la colina más alta de la ciudad, y a él se accede trepando una empinada escalera. Para alivio de los turistas, ese recorrido sólo puede ser hecho por los devotos del culto; el resto llega a la cima en micro o en auto. Al pie de este bellísimo complejo está el barrio Colonia Alemana, donde se concentra la vida nocturna de Haifa. En ese lugar, como su nombre lo indica, vivían descendientes de alemanes que, en 1939, al comenzar la Segunda Guerra Mundial, exhibieron banderas nazis en sus casas (las autoridades británicas se las hicieron sacar...). Fue sin duda la única vez que se vieron esvásticas en lo que luego sería territorio israelí.
Entre Tel Aviv y Haifa están Herzlya Pitúaj, Netanya y Cesarea, tres localidades espectaculares: la primera por su marina (con shopping sobre el mar), la segunda por sus acantilados (se puede tomar un cafecito o almorzar en sus confiterías frente al mar) y la tercera por las ruinas del anfiteatro y del hipódromo que levantó Herodes sobre la playa a principios del siglo I.

EL SUR: DESIERTOS, MAR MUERTO Y MAR ROJO

Basta recorrer algunos kilómetros hacia el sur de Jerusalén para comprobar el abrupto cambio de paisaje: los vergeles verdes, los pantanos convertidos en campos cultivados y las suaves colinas se transforman casi sin transición en el Desierto de Judea, que no es de arena (como podría pensarse), sino de roca rojiza. Atravesando en parte territorio palestino se llega al Iam Ha Mélaj (mar de la sal, o Mar Muerto). El nivel de salinidad del agua es tan alto que -como casi todo el mundo sabe- es posible «acostarse» sobre el mar y leer el diario sin hacer esfuerzo alguno para flotar. Todos los hoteles ubicados a su vera ofrecen spas con aguas de mar y tratamientos dermatológicos con el barro de su costa.
La otra gran atracción de la región es Metzadá (Masada), la fortaleza natural que el comandante Eliazer Ben Iair y otros 967 hombres, mujeres y niños defendieron hasta la muerte contra el poderoso ejército romano en el año 73 d.C. Hoy existe un cablecarril que lleva a los visitantes hasta allí, pero los jóvenes soldados que juran la bandera en lo más alto de la montaña suben por la ladera, cargados con sus equipos. Al pie del monte están los restos de los campamentos romanos junto a escenografías y maquinarias usadas en la superproducción que tuvo a Peter O'Toole como protagonista, y que relata el hecho.
Luego de Metzadá, los turistas suelen dirigirse a la playa de Eilat, una franja de 10 km en el extremo sur de Israel, único punto del Estado judío que da sobre el Mar Rojo. Podría pensarse que su cercanía con lo que fueron Sodoma y Gomorra influye sobre la intensa vida nocturna de este «resort», con modernísimos hoteles, atracciones, shopping centers y hasta un cine 3-D «Imax». Nada más lejano en territorio israelí (no sólo geográficamente) de la espiritualidad de Jerusalén. Desde sus playas y rascacielos se divisan los territorios de Jordania y Egipto, al Este y al Oeste, respectivamente. Algo que hay que hacer sí o sí es una navegación nocturna del Mar Rojo (hay barcos para ello); a las luces de las ciudades de esos dos países se les suman en el horizonte las de Arabia Saudita.
En ambos extremos de la medialuna que es Eilat hay puestos fronterizos con Egipto y con Jordania, países con los que Israel está en paz desde hace décadas y a los que puede pasarse sin inconvenientes. De hecho, muchos israelíes cruzan a la egipcia Taba con un solo propósito: ir a su casino (en Israel no están permitidas las salas de apuestas).
Para llegar hay que cruzar el desierto del Néguev, también de roca. Una de las visiones más impresionantes de esta travesía es la del oasis Enguedi, un manchón verde dentro de un valle desértico que se divisa desde la montaña. Sus habitantes beduinos ofrecen paseos en camello, comidas típicas y hasta pernoctar en carpas o cabañas con aire acondicionado. Quien alguna vez soñó con dormir en el desierto bajo un cielo que no puede albergar más estrellas, no puede perderse la experiencia. El final del viaje es, obviamente, el aeropuerto Ben Gurion, cuyo duty-free es grande como un shopping mall porteño.
Es el lugar ideal para comprar esa cruz de Jerusalén o esa «mezuzah» prometida al amigo, que no se adquirió en el tour.
Esta crónica de viaje arrancó la semana pasada con una afirmación: cuando se deja Israel, la pregunta que se hace el viajero es: «¿Cuándo podré volver?». Durante dos milenios, los judíos de la diáspora vienen repitiendo tres veces, en cada final del Iom Kippur (Día de la Expiación), la frase «Shaná Habá B'Irushalaim» (El año que viene en Jerusalén), una mezcla de autopromesa y de ruego para poder regresar a la tierra de la que fueron expulsados en el siglo I. Ese ruego es también hoy la expresión de deseos para todos quienes visitan el Estado judío o aspiran a hacerlo. Shaná Habá B'Irusha-laim, entonces.

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