La muestra “El color en tránsito” que el artista Martín Reyna (1964) exhibe en la galería Del Infinito, consiste en una extensa serie de paisajes abstractos pintados con acuarela sobre algo más de 36 metros de papel Fabriano. El montaje es llamativo: los papeles cuya extensión llega en algunas obras a 10 metros por 1, 5 de altura, flotan en medio de las salas. El campo pictórico se ha vuelto sinuoso, extraño, voluminoso. El galerista y teórico Julián Mizrahi, describe el fenómeno: “Un acto experimental casi heroico de un artista que sin miedo plantea la necesidad de salir de la pared, gran aliada en su carrera. Su propuesta va en camino de agregar volumetría al color y de seguir conquistando la espacialidad, lo cual le da infinitas posibilidades a su propio universo”.
Radicado en París, Reyna llegó a la Argentina con sus rollos bajo el brazo. Hace algunos años había expuesto, también en la galería Del Infinito, unas chorreaduras de colores restallantes. Esas pinturas permanecen todavía en la memoria de quienes advirtieron que la magia del dripping podía renacer. Hoy, los inmensos charcos de vívidos colores rojos, negros, verdes, azules, rosados y amarillos, vuelven a sorprender. Reyna recobra virtudes de la pintura consideradas históricas y el recuerdo suscita emociones estéticas.
Philippe Cyroulnik, anfitrión de Reyna en Francia desde hace alrededor de 30 años, describe en el texto del libro “Paralelo 42”, los conocimientos que el artista se llevó de América y los que incorporó en Europa. Y, Cyroulnik cita al propio Reyna, cuando dice: “Desde la extrema luz solar de Turner al paisaje como visión del alma humana en Friedrich, pasando por la lectura simbólica de la naturaleza de Philippe Otto Range o el empecinamiento de Cézanne por mirar el Louvre a través de la naturaleza para luego volver a la naturaleza. O Monet indagando los prácticamente abstractos nenúfares […] es muy larga la lista de los que penetraron la lista de pintura y naturaleza”. En la actualidad cabe preguntarse si los gestores y autores del arte más actual, mayormente conceptual y político, no cometieron un error al decretar la muerte del arte inspirado en la naturaleza.
Cuando comenzó la pandemia, David Hockney, el artista vivo más cotizado del mundo reconoció esta equivocación, defendió el derecho al goce de la primavera y se puso a pintar flores. “Me dicen que estos dibujos ofrecen un respiro en un momento de prueba –observó-, que son un testimonio del ciclo de vida que comienza aquí con el nacimiento de la primavera... Somos idiotas, hemos perdido nuestro vínculo con la naturaleza a pesar de que somos parte de ello por completo. Todo esto terminará algún día. ¿Qué lecciones aprenderemos?”
En los paisajes de Reyna, la cualidad acuosa de la pintura invita al espectador a bucear allí, con los ojos bien abiertos en la dimensión oceánica de esos ríos y lagunas de colores transparentes. El material se somete a la voluntad del artista que arroja agua y mueve el papel desplazando las manchas de acuarela o de tinta hasta lograr las oleadas de las formas que, al secarse, determinan las intensidades diversas del color. Las mareas de Reyna se encrespan o apaciguan, y su origen se puede rastrear en el “accidente controlado” de David Alfaro Siqueiros, técnica que el mexicano dejó como herencia a Jackson Pollock. Entretanto, si bien Reyna seduce con su estilo suelto, espontáneo y natural, la percepción del fenómeno óptico y su atractivo sensorial, no limita las posibilidades reflexivas acerca de gran parte de la historia del arte que vuelve al presente. El virtuosismo del oficio adquiere sentido. Una pintura negra y dramática le pone el punto final a la muestra con el fuerte contraste del color rojo usado como una rúbrica.
Reyna pintó estos paisajes al aire libre, en El Bolsón, en la casa de sus padres del paralelo 42, en una calle de Pinamar y una residencia artística de Uruguay, con la misma soltura con que se mueve en los bosques de París.
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