10 de agosto 2011 - 00:15

Superar la tímida osadía del centroizquierda parecía fácil

• La agenda dejada por la Concertación permitió a Piñera prometer más de lo que sus aliados le dejarían cumplir

Estudiantes mantienen ayer prudente distancia del chorro de agua que lanza un camión de los carabineros.
Estudiantes mantienen ayer prudente distancia del chorro de agua que lanza un camión de los carabineros.
Si un terremoto y un tsunami devastaban parte del país, él prometía superar las deficiencias de los sistemas de alerta y de infraestructura heredados. Si treinta y tres mineros quedaban atrapados en las profundidades de una montaña, él capitaneaba un rescate en clave de «reality show» y aseguraba que se ocuparía de las viejas deudas en materia de trabajo digno y seguridad laboral. Si se incendiaba una cárcel, con un dramático saldo de 80 muertos, él cuestionaba la demasía de un sistema que llegó a privatizar los nuevos penales y que, para evitarle al Estado el pago de multas por superpoblación en ellos, redundaba en un grave hacinamiento en los que permanecían en manos del Gobierno.

Desde su asunción el 11 de marzo del año pasado, Sebastián Piñera se instaló más de una vez a la izquierda de una Concertación que durante veinte años de gestión concretó avances en materia institucional e impulsó mejoras importantes en las políticas sociales pero que, en el trazo grueso, no pudo, no supo o no quiso ir más allá del principal legado del pinochetismo: un modelo económico que resultó claramente inequitativo por su obsesión de privilegiar la inversión sin matices.

Modelo regional en los 80 y los 90, Chile fue más allá que ningún otro país latinoamericano en lo que hace a la apertura y la desregulación de la economía.

Por un lado, firmando un número récord de tratados de libre comercio, incluso con Estados Unidos, aun a costa de limitar un verdadero despegue industrial y de mantener al país en la dependencia del cobre, que todavía representa alrededor de la mitad de las exportaciones.

Por otro lado, maximizó la flexibilidad del mercado de trabajo, lo que generó niveles de empleo destacables aunque en desmedro de su calidad y su remuneración. La fuerte tercerización de contrataciones dio lugar en el pasado a varias curiosidades, desde empresas que licenciaban en la mitad de la jornada a empleados contratados por hora hasta compañías que despedían personal para reincorporarlo luego bajo una

razón social diferente, de modo de renovar el tiempo de prueba y no verse forzadas a pagar eventuales indemnizaciones. Aristas especialmente filosas limadas por la Concertación, aunque sin llegar a revertir un panorama visto cada vez más como demasiado desbalanceado.

Además, Chile fue pionero en la privatización jubilatoria, un sistema que, si bien generó un mercado de capitales allí donde no lo había, tiende a dejar a mucha gente sin cobertura o con una deficiente, según haya sido su suerte laboral.

La salud y la educación, meollo este último del conflicto actualmente en curso, también reposan en la lógica del mercado, dificultando el acceso de millones de familias a esos servicios.

Como ilustró un artículo de Sebastián Lacunza en la edición de Ámbito Financiero del 21 de julio, cursar una carrera barata cuesta en Chile al menos u$s 5.000 por año, incluso en las universidades del Estado, que cuentan con un aporte público de apenas el 15% de sus presupuestos y dependen básicamente del cobro de matrículas. La alternativa es sacar un crédito, un incordio para jóvenes que no saben cuál será su futuro laboral ni su capacidad de repago, situación que los mantiene endeudados en 40 o 50.000 dólares durante años.

Aquellos hábiles devaneos progresistas de Piñera, señalados más de una vez en estas mismas páginas, hablaban más de las rémoras de una izquierda que nunca se animó a ser tal que de posibilidades de cumplimiento efectivo. Le pagaban bien a corto plazo en las encuestas, pero le generaban una hipoteca que, lo demostró el tiempo, no podía pagar.

Era fácil instalarse en la denuncia de la herencia recibida pero no tanto pasar de lo discursivo a los hechos. Es que la alianza que sostiene al presidente está vertebrada en torno a partidos (sobre todo su socia, la Unión Demócrata Independiente, UDI) y a figuras muy ligadas a una derecha dura, refrectaria a introducir cambios de fondo en el modelo económico y social del país. Como muestra basta decir que mientras el conflicto escalaba y los estudiantes reclamaban una universidad gratuita, con el apoyo del 80% de la población, el ministro del ramo era Joaquín Lavín, uno de los preferidos de Augusto Pinochet ya desde los años 70. Y, dato no menor, el fundador de la Universidad del Desarrollo, una de las más exclusivas del país.

Incluso tras la cantada salida de éste, y su reemplazo por el abogado Felipe Bulnes, la respuesta oficial no saca los pies del plato: más créditos. El problema es que los estudiantes ya no pelean por más o por menos; militan por algo realmente diferente.

La falta de respuestas concretas, de adecuación a los tiempos y a los reclamos de una sociedad que ha sofisticado su agenda en buena medida gracias al propio éxito y crecimiento del país, se traduce hoy en una fuerte decepción: según una encuesta del Centro de Estudios Púlicos (CEP) sólo el 26% de los chilenos avala la gestión de Piñera, una marca a la que nunca descendió ningún mandatario desde la restauración democrática en 1990.

Los sonoros cacerolazos de los últimos días reflejan ese desencanto, así como el enojo con un jefe de Estado que la semana pasada declaró ilegal una manifestación estudiantil con un decreto de Pinochet en la mano y envió a los carabineros a correr por las calles, cachiporra en mano, a algunos cientos de adolescentes y hasta niños. Sin ignorar, claro, destrozos y hechos vandálicos que no se pueden justificar.

Fue inevitable que muchos chilenos vieran en aquel gesto una regresión inadmisible, sumando un conflicto de concepción política de fondo al que atraviesa hoy la educación; lo inexplicable es que Piñera no lo haya comprendido antes de tomar su decisión en caliente.

No todo es impotencia, claro, y hay posibilidad de avanzar en medidas más osadas. El mandatario lo hizo ayer, por caso, al dar a conocer su proyecto para regular las parejas de hecho, incluidas las homosexuales (ver nota aparte). Pero la agria reacción del ala derecha de su alianza, cuyo alcance se verá en el Parlamento, revela hasta qué punto el juego es políticamente peligroso y puede resultar más conveniente no tocar los temas más sensibles.

Pero, en la otra vereda, el crédito de la sociedad a la Concertación es aun menor, de apenas un 17%

según el mismo sondeo,

reflejo claro del escaso entusiasmo que genera una propuesta en crisis interna y que nunca se atrevió a exhibir el ADN de cualquier alternativa que se declama progresista: una extensión visible de las facultades del Estado y un mayor reparto de la riqueza.

A no engañarse, el problema no es una economía que, según estimó ayer mismo el Banco Central chileno (y si la locura de los mercados globales no escala), crecerá este año hasta un 7%. Nadie duda de ese éxito; lo que se discute es qué se hace con él. Si, en definitiva, diez familias seguirán concentrando una riqueza de u$s 75.000 millones. Un extraño legado de dos décadas de gestión progresista.

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