18 de noviembre 2010 - 10:22

Tortazos

Espantosa la opción preferencial de Graciela Camaño por la dialéctica de los puños, agotados los argumentos y apelando a los fueros indelegables de la femineidad. El moquete y el tortazo son el recurso último y legítimo, por la razón de sexo, que tienen las damas cuando el macho suburbano le colma la paciencia, sea marido o compañero de banca. El golpeado no tiene el recurso de responder con el mismo método porque se hunde más; tiene que explicar por qué exasperó a la dama y, además, responder por la segunda agresión. Todavía no hay ley de pugilato igualitario. El puñete que le dio la diputada al septuagenario pero robusto Carlos Kunkel es el clímax de una querella que viene de lejos; el diputado suele gozar sacándola de las casillas a la diputada cuando le recuerda que es la mujer de Luis Barrionuevo. Ella le ha respondido con ironías del mismo tenor -referencias a presuntas amantes del diputado de Florencio Varela-, pero ayer aprovechó las cámaras, que transmitían coast to coast la sesión de la Comisión de Asuntos Constitucionales, para humillar a su adversario. Con ese gesto los dos pasan a la historia grande del parlamentarismo criollo; cuando los limos del tiempo hayan decantado, se los recordará, no por ser ella una dirigente firme y aplicada -o la mujer de Barrionuevo, como quieren mortificarla algunos-, o él un escudero del kirchnerisno, sino por este episodio que es de los que siempre querrán acordarse las generaciones venideras.

¿Pedirá Kunkel la separación de Camaño de la Cámara? Por mucho menos ese cuerpo ha decretado expulsiones -por ejemplo, la del catamarqueño Ángel Luque, que alardeó de que podía encubrir un presunto asesinato; eso bastó para que lo empujaran de la banca. Antes de que le votasen el despido, el llorado Francisco de Durañona y Vedia le redactó una renuncia que trató de rescatar un honor irrescatable.

Cuando pasó el episodio de ayer, Kunkel sonrió como para recomponerse, subió al ascensor que lo llevaba a su despacho acompañado de algún otro diputado que estaba al lado de él y que había visto el viandazo volar casi sobre su cabeza hacia la nariz del «Flaco». Volvió a reír con el episodio que, seguramente, superarán algunos con un abrazo en público; ni mencionó la posibilidad de plantear una cuestión de privilegio o un pedido de sanción que sí reclamarán, contra su opinión, algunos socios de bancada.

Ella salió oronda de la sala, festejando la justeza del trompis; casi con profesionalismo lo acomodó a Kunkel por el hombro con la mano izquierda, se dio un tiempo de vista de unos instantes y lo atizó con un derechazo. Se lo festejaron amigos y asesores que le recordaron la milonga de Razzano y Maroni que dice: «¡No te rompo de un tortazo por no pegarte en la calle!» («Tortazos», 1930). Sí quiso dar un mensaje, no es disciplinario sino político: no le tememos al kirchnerismo, en el conurbano somos más machos que ustedes, hasta las mujeres, en este mundo de mujeres dominantes.

Nadie puede consentir que asuntos tan delicados como los constitucionales -de eso trata la comisión que fue por un instante un ring- se despachen de esa manera; encima la preside Camaño, a quien le reprocharon sus adversarios asumir ese cargo sin ser abogada, detalle que ella suple cursando en el tiempo que le queda libre la carrera de Derecho. Tiene Camaño además portación de apellido junto a «Luisito» que, aunque pacífico, es más lenguaraz e hiriente que Kunkel, que se mueve con gestos amenazantes, pero a quien nadie le puede anotar hechos de violencia. En realidad, muchos hubieran esperado, antes de ahora, un tortazo de Barrionuevo y nunca de esta articulada y prolija Camaño, que sorprende en el Congreso con una aplicación a su tarea (y a las mandíbulas) que nunca esperaron ver quienes no la conocían y que no saben que tiene un talento político superior al del esposo.

Kunkel tiene la condición de quien domina sus actos y sus palabras; ganó experiencia y sentido común en la más tortuosa de las vivencias, una larga prisión sin juicio ni otra causa que la persecución política. Eso lo sostiene más que sus convicciones, que ha debido acomodar como todo peronismo a los dictados de la hora: fue diputado de Tendencia en 1973, se peleó con Juan Perón, que le señaló la puerta, fue asesor de la gobernación de Antonio Cafiero en los 80, director de comercio de Florencio Varela en los 90 y tuvo también entonces que masticar menemismo.

Regalado por la vida con el advenimiento del kirchnerismo -período que el paso de los días va decantando como más que breve en la política contemporánea- se ha dado todos los gustos desde 2003: subsecretario presidencial en ese año, comisario político en el bloque de diputados desde 2005, después martillo de jueces en el Consejo de la Magistratura. Le ofrecieron una Secretaría de Derechos Humanos de la Nación que rechazó con un argumento de sabio: «Estuve preso casi diez años, no tengo ganas de pasarme otros diez encerrado en una oficina hablando de eso».

Nadie merece el trato que le dio Camaño, nadie lo desea como método de resolución de diferencias. Pero ¿para qué se metió con la «Negra»? Con eso no sólo lo humillan -el golpe en la cara es el castigo que más menoscaba, es el que nunca hay que dar porque casi no tiene vuelta-, sino que le callan la boca. Cualquier represalia es a pura pérdida y puede agrandar el arco de quienes, secretamente, festejan esa reprimenda, por sucia y reprobable que sea, como una respuesta justiciera, además de canalla, a tanta lengua suelta como ha mostrado este diputado ante sus adversarios. Seguramente habrá cenas de agravio y de desagravio; unos descorcharán en honor de la dama que reaccionó; otros entonarán, con razón, la crítica a esta Camaño que demuestra cuál es el límite de sus argumentos. Como son compañeros, sin embargo, saben que para un peronista no hay nada peor que otro peronista y que la mejor manera de seguir militantes es darse el abrazo que no tardarán en propinarse, por lo menos para olvidar que esto ocurrió justo en el día de la militancia.

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