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Tras cinco años, abrió sus puertas el “Museo Fantasma”
Ahora el Museo está abierto. Abierto a medias, o menos, un tercio para ser precisos, ya que se inauguraron 2.937 metros cuadrados de los casi 12 mil que incluye la obra completa. El plan de montar vergeles en los ventanales del frente, el sueño del arquitecto Emilio Ambasz, todavía no se cumplió y acaso nunca se cumpla. Hoy están los ladrillos a la vista de la fábrica de cigarrillos Nobleza Piccardo, el frente original de 1918, año en que se levantó el edificio con las mejores características de la tradición utilitaria británica. El lobby es diferente: el brillo de los mármoles pulidos hasta deslumbrar no combina con la bella rusticidad de los ladrillos ni con la puerta de doble hoja de madera oscura. Pero es de esperar que millones de visitantes opaquen el resplandor. También es probable que nuestra mirada se acostumbre y adopte la fantasía de una escalera con firuletes de metal que se levanta como la torre de Tatlin en medio del lobby.
Ninguna crítica puede empañar la alegría de la reaparición «con vida» de una parte importante del patrimonio del MAMBA integrado por alrededor de 7.000 obras, en la muestra «El imaginario de Ignacio Pirovano (París, 1909 - Buenos Aires, 1980)», curada por Cecilia Rabossi. La exposición ocupa toda la sala del segundo piso y pone en primer plano las donaciones de Pirovano, un legado que fue la piedra fundamental del Museo. Allí están varias joyas del arte. La muestra que incluye obras -mayormente gráficas- de Matisse, Miró, Picasso, Picabia, Klee, Kandinsky, Mondrian, Sonia Delaunay, Vantongerloo y Albers, entre otros artistas internacionales que permiten cotejar el rumbo de las distintas vertientes de la vanguardia.
Por otra parte, el planteo teórico se refuerza con la presencia de varias obras «cumbre», y algunas muy tempranas, como las pinturas de Del Prete, o simplemente bellas, como las transparencias de Martha Boto. Hay, para destacar, una pintura de Alberto Greco, un campo de grises y tierras con una textura especial, frente a unas llamativas formas de aluminio encrespado de Aldo Paparella, y una tela con desgarraduras del español Manolo Millares, que semeja una figura humana descuartizada. En esta zona están los cráteres de Emilio Renart y una sólida cabeza de Sesostris Vitullo. Hay obras de Gyula Kosice, Tomás Maldonado, Raúl Lozza y una inmensa pintura informalista de Kenneth Kemble. Está el arte óptico de Le Parc, Gregorio Vardánega y Tomasello, y la exposición se completa con piezas de Pablo Curatella Manes, Enio Iommi, Luis Wells, César Paternosto y Alejandro Puente, entre otros.
Patrimonio
Se trata de un patrimonio que nunca debió estar oculto, por muchas razones. En primer lugar porque las obras pertenecen a la sociedad, y en segundo lugar porque los museos son las instituciones forjadoras del gusto que avalan con sus investigaciones y exhibiciones, el valor estético y también financiero del arte.
Es preciso tener en cuanta que antes de que se cerrara, el MAMBA ya retaceaba la exhibición del patrimonio y algunas piezas permanecen en los depósitos desde hace décadas. La prioridad ahora es mostrar estas obras y ver en qué estado se encuentran. Además, se trata de un patrimonio forjado con la buena voluntad de muchos artistas, porque el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, que siempre tuvo el presupuesto más alto de todo el país para la Secretaría y actual Ministerio de Cultura, nunca pagó ni siquiera el flete de las obras que pedían los directivos del MAMBA. ¿Por qué pedir lo que se puede pagar? Existió siempre un temor incomprensible para tratar este tema, un temor que todavía subsiste. Este mismo Gobierno ha pagado fortunas por los murales del Bicentenario y los que exhibe frente al Obelisco. Tarde o temprano las autoridades de Cultura deberán encarar un problema que la gestión anterior decidió cómodamente ignorar.
En la planta baja, la gran sala del Museo tenía unos ladrillos a la vista que si bien resultaban demasiado llamativos para la exhibición del arte, generaban un clima incomparable. En esas catacumbas se expusieron muestras inolvidables, como la de Annette Messager y se pronunciaron incontables discursos ante los miembros de la Asociación de Amigos, prometiendo lo que no se iba a cumplir. No obstante, y también sin que el Gobierno pagara un centavo, se revocaron las paredes y se alisó el piso, con el dinero que esta vez sí, se atrevieron a pedirle al poderoso Edemar Cid Ferreira, cuando trajo al Museo una parte de la muestra de los 500 Años de Brasil.
La flamante sala alberga las «Narrativas inciertas» de la curadora Valeria González, quien habría aceptado la sugerencia de la directora del MAMBA, Laura Buccellato, de invitar a artistas jóvenes para ofrecer «su visión de un mundo suspendido, incierto, inestable, en permanente fluctuación». En la muestra hay citas a un mundo sólido y estable, como el de Alberto Passolini, o la casita de Alejandra Seeber realizada con pinturas: en el exterior están los retratos, paisajes, sus reconocibles ambientes digitalizados y, en el interior, el espectador encuentra un cuarto vacío y los bastidores con las telas en blanco. Nada más que eso -y tanto como todo eso- conforma la casa. Mariano Vilela rescata viejas imágenes, «Flores recobradas» y el estupendo «Retrato recobrado», y las transporta en grafito. Los dibujos tienen un aura que proviene de un pasado añorado y de algún modo inaccesible, porque el artista logró colocarlos en la distancia.
Hay pinturas fantásticas, en el doble sentido del término, como las de Fabián Marcaccio, Carlos Huffmann, Matías Duville y Martín Legón, donde el espectador puede sumergirse para descubrir mundos imaginarios. Luego, las inmensas fotografías de Nicola Constantino ocupan un lugar privilegiado. Dueña de una versatilidad que la convierte en excelente intérprete de diversos prototipos psicológicos, la artista se apropia de un personaje como Narciso y admira su rostro reflejado en las aguas del lago donde va a morir; o se desdobla en ella misma, y es también capaz de recrear el mundo de Velázquez para rodear de figuras barrocas a su hijo Aquiles.
Las estetizadas imágenes de Estanislao Florido, la acaso demasiado ruidosa performance de taraceado de Gabriel Baggio, la delicada y luminosa maqueta de Dino Bruzzone, el imaginario de Hernán Marina, cantando junto a María Callas; el reiterado «truco» del sonido y la escritura de Mariano Sardon, un enigmático dibujo animado de Lux Linder que deja pensando al espectador, se suman a las obras de Eduardo Basualdo, Leandro Erlich, Alessandra Sanguinetti, Max Gómez Canle, Sebastián Gordín, Diego Gravinese, Marcelo Grosman, Iuso, Esteban Pastorino y Débora Pierpaoli.
Finalmente, el viernes por la tarde no había nadie en el MAMBA, más que los guardias y una empleada. Pero al menos, el Museo estaba abierto. Celebremos entonces la reaparición de nuestro querido fantasma, su importancia es crucial para que se ordene y pueda funcionar el sistema del arte argentino, ya que su incidencia trasciende la ciudad de Buenos Aires.
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