18 de noviembre 2004 - 00:00

La ópera de Britten como gran espectáculo

Una imagen de «Muerte en Venecia», un espectáculo en el que todo funciona como un mecanismo de relojería, los cantantes son impecables y la Orquesta Estable del Colón se luce bajo la batuta de Steuart Bedford.
Una imagen de «Muerte en Venecia», un espectáculo en el que todo funciona como un mecanismo de relojería, los cantantes son impecables y la Orquesta Estable del Colón se luce bajo la batuta de Steuart Bedford.
«Muerte en Venecia», ópera de B. Britten. Con N. Robson, J. Howard, F. Fagioli, P. Tellechea y elenco. Régie: A. Arias. Esc.: R. Platé. Vest.: F. Tournafond. Ilum.: J. Rouveyrollis. Coreog.: D. Theocharidis. Dir. Coro: A. Balzanelli. Orq. Estable, dir.: S. Bedford (16/ 11, Teatro Colón, Función de Gran Abono.)

Benjamín Britten terminó de escribir «Muerte en Venecia» en vísperas de una operación de corazón abierto. Es lícito especular con que el natural temor a la muerte lo haya sublimado en esta partitura, que es tanática, brumosa e inquietante. Se anima con la aparición de los muchachos equilibristas y se ilumina cuando el joven Tadzio pasea su figura narcisista, entonces toda la percusión estalla, con la familia de plaquetas completa (xilofón, vibrafón, marimba, glockenspiel) tambores de todos los tamaños y sonoridades, hasta un gong oriental.

La ambigüedad del texto y las situaciones son subrayadas por la música, de incuestionable valor académico pero metafísica y flemática. Es que responden a las «sobrias demandas de la madurez», como confiesa el protagonista.

Las desnudas confesiones están muy vestidas en esta versión; las escenas están pobladas casi constantemente. Ocho bailarinas con sus griegas expresiones corporales, los coros, los equilibristas, góndolas que trasladan ilusiones pero el gondolero desaparece, oficios religiosos, pasajeros elegantemente vestidos. Acción constante, sugerencias y simbolismos abundantes, un gran espectáculo con el sello de Alfredo Arias.

La escenografía también hace su aporte, teniendo en cuenta que son 17 escenas y no se interrumpe la acción ni se escuchan gritos o martillazos como en otras producciones, crea espacios amplios y el clima que le es propio. Roberto Platé reproduce el espléndido Salón de Hotel des Bains en el Lido, su playa, una iglesia renacentista de grandes proporciones, pero también espacios íntimos para las reflexiones.

Con su coreografía,
Diana Theocharidis contribuye a insuflar dinámica en esta ópera reflexiva, su talento para estas labores es inagotable; desde una pareja que baila un tango hasta una pirámide de musculosos entran todos los matices.

El tenor inglés
Nigel Robson hace una labor impecable, su actuación se acerca a los atormentados pero sobrios personajes que encara Anthony Hopkins en el cine británico, con sus dudas y tribulaciones dibuja un escritor que se cuestiona sus sentimientos contradictorios sin hacer una apología del amor homosexual. Gran ductilidad vocal y actoral en el barítono Jasón Howard encarnando siete personajes de perfiles bien definidos y el consagrado contratenor tucumano Franco Fagioli hace un aporte sustancial como Apolo, con notable dominio escénico.

Los 34 personajes secundarios hacen lo suyo correctamente y con precisión de relojería, a veces como si fueran parte de un sueño y otras en la más cruda realidad. Duro desafío para el joven
Pablo Tellechea hacer de Tadzio; no está mal, pero a gran distancia del que mostraba Lucchino Visconti en su film inolvidable sobre el mismo tema, un parámetro insoslayable. Tanto al Coro como a la Orquesta Estable se los notó bien preparados, la autoridad del director inglés Steuart Bedford es decisiva en este resultado.

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