Orhan Pamuk «Estambul. Ciudad y recuerdos» (Bs.As., Mondadori, 2006, 436 págs.)
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Borges solía practicar con Bioy Casares un juego literario consistente en tomar un libro, leer las primeras páginas y luego las finales, y tratar de, a partir de allí, observar el recorrido que había realizado el autor. Acaso con «Estambul», de Orhan Pamuk (premio Nobel de este año), les habría sido difícil descubrir el alambicado recorrido que realiza el escritor turco por su ciudad natal, entre su infancia y esa joven adultez en la que decide ser literato.
Por el camino, para poder dar su retrato de Estambul, en un andar arborescente va relatando de su pasión de voyeur que lo lleva a convertirse en fotógrafo y, luego, en pintor, a contar de los amoríos de su padre, de la amargura de una ciudad en decadencia a una enciclopedia inconclusa que pretendía dar las claves de esa extraña urbe que fue cuna de imperios perdidos.
Sin embargo, los argentinos acaso hubieran advertido que el primer capítulo de estos recuerdos de Pamuk puede ser leído como una clave simbólica de gran parte importante de la obra. Pamuk comienza confesando que cuando era niño se pasó «largos años creyendo en un rincón de la mente que en algún lugar de Estambul, en una casa parecida a la nuestra, vivía otro Orhan que se me parecía en todo, que era un gemelo, exactamente igual a mí».
En «Estambul» habrá ese «otro», esos «otros». El escritor pertenece a la clase alta, marcada por una conducta occidental; del otro lado está la Turquía que hunde sus raíces en el pasado. De un lado está su hermano que, como él después, elige irse a Estados Unidos para estudiar, mientrasesa «otra gente» se interna cada vez más en el islamismo.
Estambul fue la gran protagonista de la nueve novelas que Pamuk escribió antes de este libro.
Pamuk ha confesado que gracias a Faulkner y «los escritores norteamericanos», pero sobre todo a Borges e Italo Calvino, pudo alejarse del realismo a lo Thomas Mann de su primera novela, y encontrar su propia voz. A esos estímulos literarios, en este magnífica obra, habría que sumar la dejada por W.G. Sebald, con el que este libro tiene una indudable deuda.
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