Una vista rápida - excesivamente rápida, deberíamos decir-podría hacernos confundir al guatemalteco Ricardo Arjona con Joan Manuel Serrat, con Joaquín Sabina o con Silvio Rodríguez. Este intérprete, que visitó la Argentina hace mucho tiempo casi como un vagabundo -él mismo siempre se encarga de recordar cuando tocaba por unas monedas en la calle Florida-, no se limita a las canciones de amor.
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Sus canciones también hablan de la injusticia social, de las diferencias entre el Norte y el Sur, del arcaísmo de cierta educación religiosa. Y cuando su tema es el amor -que también lo aborda muchas veces, por supuesto-no habla de historias color de rosa sino que prefiere colocarse del lado de los perdedores, de los sufrientes, de los que son abandonados.
Pero allí terminan sus parecidos con sus mencionados colegas hispanoamericanos. Por varias razones. Arjona no tiene, ni remotamente, las habilidades poéticas de aquéllos; sus metáforas son de vuelo bajísimo, su lenguaje callejero ronda muchas veces la vulgaridad, su manejo del idioma es muy pobre.
En lo musical está cada vez más cerca de lo que marcan las leyes del mercado norteamericano. Ahora que se acercó a lo caribeño -porque así lo indica la moda-, sus melodías parecen calcadas entre sí, y sus arreglos orquestales no hacen más que repetir lo conocido, aunque deja ver, pese a ello, a dos muy buenos percusionistas.
Ni todos estos cuestionamientos, ni sus escasos méritos como cantante, han sido obstáculo para que el público argentino -sobre todo el femenino de todas las edades-se sintiera atraído fuertemente por él. Ha sido muy hábil para conquistar el corazón de las «señoras de las cuatro décadas», y ellas, sumadas a las adolescentes que también lo admiran en cantidad, están dando como resultado cifras llamativas para nuestro mercado, como más de 100.000 discos vendidos de su último álbum «Galería Caribe», nueve presentaciones en el teatro Gran Rex, una serie de shows por el interior, y una despedida -el próximo 6 de abril-en la cancha de Ferro.
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