Es casi seguro prematuro adherir a las teorías que ya agitan a parte de la opinión especializada brasileña sobre la curva ascendente que ha comenzado a transitar la oposición a Lula desde hace dos semanas. Una trayectoria que desembocaría en el triunfo de Geraldo Alckmin el próximo 29. Lula es un político experimentado que, además, controla una maquinaria tan gravitante como es la del Estado brasileño. No habría que darlo por derrotado tan temprano, aun cuando su victoria no aparece inevitable ni mucho menos, como ocurría hasta el jueves de la semana pasada.
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Sin embargo, el ejercicio de imaginar a Geraldo Alckmin como presidente de Brasil obliga a prever una escena desfavorable para las relaciones con la Argentina y su gobierno. Por un lado, el conflicto de estilos con Néstor Kirchner estaría casi asegurado. Alckmin expresa a la derecha del partido de Fernando Henrique Cardoso y es un médico ultracatólico, que algunos vinculan con el Opus Dei. No el del tipo de gente por la que Kirchner siente atracción (si es que hay gente que despierta ese fenómeno en el presidente argentino, vale interrogarse). Por lo menos, alguien muy distinto del pragmático y negociador sindicalista Lula, de quien Kirchner suele decir: «Es como nuestros 'gordos'».
Por otro lado, Alckmin es un político fuertemente ligado a la FIESP, la poderosa central de los industriales de San Pablo. Por lo tanto, su gobierno prometería niveles mayores de proteccionismo que los que hoy exhibe el de Lula. En términos más concretos, habría que aventurar un ajuste en la política cambiaria a favor de la devaluación del real. Malos augurios para el vínculo con Kirchner también por este lado. Lo que no significa que el trato con un (muy) eventual gobierno de Roberto Lavagna sería mejor: cualquier «adaptación competitiva» como la que inventó el ex ministro de Economía saltaría por los aires, aun cuando el fundador de Ecolatina apostó a Alckmin cuando nadie daba un centavo por su candidatura.
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