“Era como tirarle a una mosca con una bandita elástica”, el excombatiente mira el cañón ya oxidado. Le tira un poco de agua y espera que se seque. Al rato, se lee débil en el hierro: industria argentina. Es uno de los cañones que sigue clavado en Monte Longdon, el escenario de la batalla más cruda de 1982, dos días antes de la rendición final.
Monte Longdon y Darwin hoy: donde revive Malvinas
Un grupo de excombatientes sanjuaninos regresó al lugar donde se llevó a cabo la batalla más dura de la guerra. La conmoción posterior en el cementerio donde descansan los caídos argentinos.
Desde allí, a lo lejos, se alcanzan a ver las casitas de colores de Puerto Argentino, esa especia de Ushuaia en miniatura. Entre medio, Tumbledown, el paso siguiente de los ingleses para llegar a la casa del gobernador donde desde el 2 de abril flameaba la bandera nacional.
Los catorce excombatientes sanjuaninos trepan las piedras de esa cuesta. Más tarde, irían a Darwin, al cementerio argentino. Un lugar que condensa todo el dolor.
Pasaron casi cuatro décadas. Las rodillas llevan, en muchos casos, los achaques permanentes de las trincheras. Del frío y del agua. Por eso, este quinto grupo que envía el gobierno de Sergio Uñac a las islas prefiere llegar a Monte Longdon en camionetas 4x4, lo más cerca posible de esas moles de piedra custodiadas en lo alto por una impactante cruz. Homenaje, en verdad, de los británicos, con placas a los costados que recuerdan en general a comandos de paracaidistas que eran recibidos con ráfagas de las armas antiaéreas. Dicen los excombatientes que cuando se dieron cuenta de que estaban llegando los ingleses por el estallido de una mina, ya estaban a pocos metros, y abrieron fuego con las MAG con que le venían tirando a los aviones. Se ven aún las trincheras, rodeadas de piedras, y siguen ahí incluso retazos de telas, trapos, encendedores o las suelas de las zapatillas Flecha que los soldados argentinos alternaban cada tanto con los borceguíes. “Tenías que ponerte al costado antes de tirar un cañón de estos”, dice Rodolfo Morales, que en la guerra prestó servicios en Ganso Verde, una estancia menos árida y que está más cerca del otro extremo de la isla, de la Bahía San Carlos, donde los ingleses lograron desembarcar. “Te quedaban los huevos fritos, porque esto largaba un fogonazo para atrás”, completa otro exsoldado. Se ríen. Luego explican que esos cañones tenían una repetición baja, que hasta que se cargaba el cañón y se disparaba el avión inglés ya había pasado. Después, posan todos juntos en una foto grupal.
En el mediodía soleado de marzo, el viento aturde y pega fuerte. También hace frío. Mucho. No se puede estar ahí sin taparse la cabeza, el cuello, las orejas. Es inimaginable sospechar cómo habrán aguantado en ese mismo lugar en junio, de noche, cuatro décadas atrás.
Monte Longdon conserva rastros de la guerra. Se habían empezado a levantar las cosas que habían quedado después del 82, hasta que luego decidieron dejar todo como estaba. El camino hasta allí debe realizarse en un vehículo todoterreno, ya que hay que pasar a campo traviesa, por ese suelo insólito que es la turba, que no es barro pero casi. Además, aún están los grandes agujeros de las bombas. La turba subió, también hay agua. Hasta las camionetas más preparadas pueden quedarse en cualquier momento. De hecho, en el trayecto hubo que dos vehículos que se enterraron y otros debieron acudir al rescate con eslingas.
Los guías locales, en este caso argentinos y chilenos, insisten en que nada se puede tocar. Uno de los representantes sanjuaninos que estuvo en otros años cuenta que una vez un excombatiente tomó un encendedor. Y al rato al guía lo llamaron para informarle del hecho. Aún en esa inmensa soledad, parece que hay alguien observando. La advertencia, además, no es sólo de conservación turística. En el aeropuerto, que en verdad es una base militar, revisan que nadie se lleve siquiera un frasco con tierra o una piedra de Malvinas. Si en la requisa aparece una vaina, de las que andan sueltas en Monte Longdon y en Tombledown, puede ocasionar una detención. Tampoco se pueden desplegar banderas ni insignias argentinas en ningún lugar de la isla, excepto en Darwin.
Los combatientes cuentan las historias del Batallón de Infantería de Marina N°5 resistiendo hasta quedarse sin balas. O el recuerdo de Poltronieri, un conscripto que se quedó cambiando la MAG de posición mientras sus compañeros se replegaban en Dos Hermanas, el cerro contiguo a Longdon. Cuando los ingleses lo redujeron no creían que estaba solo. “Tengo una remera del Potro, cuando nos juntemos en San Juan la voy a llevar”, dice uno de los excombatientes, en medio de las piedras, mirando hacia el valle que se forma detrás del monte.
Imprevistos
El coronavirus obligó a un cambio de planes. El mismo guía argentino al que en años anteriores le avisaban sobre los encendedores quién sabe desde dónde, ahora recibe un llamado de Migraciones. El vuelo que venía desde Chile el sábado con escala en Río Gallegos está cancelado. La única opción de salir pronto de Malvinas es moverse rápido y conseguir asientos en el avión que al otro día viaja a Córdoba. Por eso, la vista de Tumbledown es breve. Apenas un reojo. Allí hay pozos de zorro, marmitas, cañones y metralletas de los argentinos. Si las camionetas no parten rápido, no llegarán a Darwin.
El trayecto dura unas dos horas, por camino de asfalto y ripio. Una de las 4x4 atascadas en Monte Longdon no puede seguir: rompió la transmisión. Un mínimo retraso para acomodar al grupo y la caravana sigue.
Darwin impacta, conmueve. Las cruces simétricas, los nombres en el mármol, los rosarios que cuelgan en las tumbas, el cerco blanco en el campo, en la nada, provocan un sismo. Los excombatientes sacan bolsas con rosarios, se los reparten. Fundaciones, escuelas y ONGs suelen entregárselos a quienes viajan. Ahora, cada cual busca en qué cruz colgarla. El silencio es total. Alicia, única familiar de un caído del grupo, sabe que no hay cruces para los fallecidos en el crucero General Belgrano, pero busca el nombre de su hermano en la pared. Lo encuentra y se quiebra. Más tarde, tiraría al agua una carta escrita por su madre.
Si Monte Longdon obliga a intentar ponerse en lugar de quien estuvo allí, Darwin reabre las preguntas originales. Los porqué y para qué de esas cruces, incluidas también las historias individuales, marcadas no sólo por la guerra, sino también por la posguerra. Por los años que siguieron.
Los excombatientes sanjuaninos forman un círculo. Cantan el himno. Ya nadie se contiene. “Ellos son los héroes”, dice Jorge López, quien vio la guerra desde un barco. La carga por los que no están es difícil para los que pudieron volver.
Morales mira el horizonte, hacia donde está Ganso Verde. Quería buscar su lugar de combate, una estancia con unas veinte casas que tomaron en el 82. Ahora, hay que pedir permiso para entrar a esa estancia que funciona como casa de té. Pero el coronavirus hizo cerrar la tranquera. Recuerda cuando en una casa descubrieron un papel con las posiciones argentinas y que, por ende, alguien los había delatado. Luego, el encierro de todos los habitantes en la iglesia. Mención especial para las ovejas de esa estancia que comieron durante la guerra. “Nosotros no pasamos hambre”, dice. Tras el arribo por tierra de los ingleses, quedó allí como prisionero. Los gurkas lo trataban bien y rememora cuando sonaban las alarmas y los orientales salían a ponerse un gorro “que era como un wok”. Y se ríe. Los ingleses no lo trataban tan bien. Tiene grabado aún cuando entre dos soldados llevaban una caja con municiones y se desfondó. “El inglés gritaba, estaba abierto hasta acá –y se señala la boca del estómago-”. Un compañero le disparó para que dejara de sufrir. “No vamos a poder ir a Ganso Verde, pero no importa, si no se puede… qué se le va’ ser. Lo importante era esto”, dice Morales, en referencia a los doce rosarios que un rato antes había puesto en las tumbas de Darwin. A cada uno de los caídos de su grupo, el Regimiento de Infantería N° 25.
En el cementerio sí se pueden sacar las banderas argentinas. Entonces, aparecen las fotos grupales.
Uno de los excombatientes saca una bandera hecha huellas de pequeñas manos pintadas de celeste. “La hicieron los alumnos de mi hija, que es maestra”, dice. Él la completa ya fuera del cerco del cementerio: se moja la palma derecha, la hunde en la tierra, y cuando se hace barro la estampa en la franja blanca.
Así, puede llevarse a su casa la tierra de Malvinas.
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