6 de septiembre 2001 - 00:00

La ética de las celebridades

La ética de las celebridades
Elisa Carrió marcó bien la cancha ayer: «No critico a gente porque haya caído su imagen». Conmovedora cesión de la máxima representante de la política de variedades para defender el ingreso al ARI del ex vicepresidente Chacho Alvarez. Que además recoge una experiencia reciente y del mismo palo; hace cuatro años Graciela Fernández Meijide cosechaba las mismas adhesiones e ilusiones que hoy la chaqueña «Lilita»; la consagraban las encuestas como la persona más creíble de la Argentina; también la mostraban las tapas de revista con la banda presidencial.

La sabiduría que no tuvieron Meijide y Chacho parece haberla ganado Carrió; ninguno de los líderes frepasistas hubiera admitido en su hora gloriosa que la imagen pública es un sube y baja en el cual el personaje es objeto involuntario de una identificación social. Ese favor que le concede el público a los políticos tratan de alimentarlo éstos con el pedal de la demagogia. No alcanza sin embargo para prolongar las mieles la popularidad más allá del ciclo de la moda.

Sería pedir demasiado que un político renunciase a este activo de la popularidad, que los partidos siempre han buscado donde esté. Por caso en el show business, como ensayaba ya el coronel Juan Perón al rodearse de las celebridades de la radio de los años '40 como Eva Duarte, Pierina Dealessi, Enrique Discépolo o Hugo del Carril.

Eso, que no lo inventó sino que lo repitió Carlos Menem, es tan viejo como la política, cuyos glosadores vienen ensayando desde hace 2 mil años la receta del pan y circo. ¿Quiénes son el circo hoy sino la TV, que alimenta al Congreso con Irma Roy, Luis Brandoni o Mabel Manzotti?

• Inevitable

Se sorprenden algunos menos informados por el asalto a las listas de candidatos «aristas» de Soledad Silveyra, Norman Brisky o Susana Rinaldi, cuando en 1989 Menem y Carlos Grosso entraron al poder acompañados por Víctor Laplace, Lito Cruz o Alberto Fernández de Rosa. Inevitable que la política busque el capital de la notoriedad en el espectáculo, que llena la vida del público tanto como antes.

Algún enterado como
Moisés Ikonicoff (que después de todo es un investigador de la Sorbonne) ha desarrollado una transferencia de la lucha de clases. Afirma que en la era del marxismo la sociedad había que entenderla a partir de la lucha de clases entre ricos y pobres. Ahora la lucha es entre anónimos y celebridades.

Los anónimos (entre ellos muchos políticos) luchan por ser celebridades, y las éstas se agrupan para defender su plaza y no dejar entrar a esos anónimos. El rencor de las celebridades hacia los anónimos intenta frenarlos cuando éstos quieren ocupar espacios sin reunir esa condición esencial para el éxito que es ser conocido. Eso explica el descrédito de la lista sábana, acusada de ser refugio de ignotos, y el auge de pedidos de que las elecciones de diputados sea por el sistema uninominal por circunscripción. Según ese mecanismo, usado en países anglosajones, un diputado lo es por una vecindad y la minoría no tiene representación. (
De paso: aplicar este sistema en la Argentina, un país donde la oposición suele acusar a los gobiernos de robar y los gobiernos acusan a la oposición de ser «forajidos» sería toda una experiencia esto de dejar a la oposición sin representantes por una vecindad.)

La sociedad de las celebridades va forjando sur reglas, y
Carrió aporta esta nueva de conmiserarse con el caído. Otra, que les sirve mucho a los políticos, es la que dice: «Famoso saluda a famoso». Por ejemplo, Carrió no lo conoce a Víctor Laplace, pero como los dos son famosos cuando se encuentran en su estudio de TV o en un restorán lo saluda con la efusividad propia de quienes se conocen desde la infancia. Por aplicación de la misma regla lo puso en una lista de candidatos sin siquiera consultarlo, sin siquiera averiguar dónde estaba. Laplace, entonces de viaje, al volver no firmó la lista, rechazó la nominación y puso algo de criterio.

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