29 de junio 2007 - 00:00

La Alhambra, núcleo de la fascinante Granada

La Alhambra, núcleo de la fascinante Granada
Escribe Jesús Torbado del diario «El Mundo» de España

El viajero que se presenta hoy ante la vieja Puerta de la Justicia, después de haber pagado 10 euros por la entrada, de haber formado fila entre los 8 mil visitantes que como máximo se admite cada día en este lugar, puede pasear pensando que la Alhambra haya logrado figurar entre las Nuevas Siete Maravillas del Mundo, que se elegirán el 7 de julio según la artimaña que ideó un suizo listo y que se desarrolla mediante una seudo democracia «internética», o puede llanamente entregarse al placer íntimo de contemplar cuanto lo rodea importándole un ardite la farsa mediática del asunto.
Estos palacios y jardines de Granada están muy por encima de las anécdotas publicitarias. Incluso más allá de ese rancio y avaro sueño de Bin Laden y compañía armada, cuando anuncian la urgencia en recuperar lo que nunca fue suyo. Pues la Alhambra no es árabe, sino un monumento alzado por españoles (de religión islámica, qué importa eso), en España y mantenido por españoles durante siete siglos. Con cimientos anteriores a la invasión árabe, romanos quizá, como las torres Bermejas y con añadiduras, necias y acertadas, de cristianos posteriores.
Miguel de Unamuno certificó que no existe paisaje sin historia. Y penetrar en esta acrópolis maravillosa debe implicar conocer al menos un poco de su prodigiosa historia, de las gentes que llenaron tales palacios, de los enormes sucesos que ocurrieron dentro y a su alrededor. Pero, aún ignorándolo casi todo, es estremecedor el impacto visual, sentimental, que causan torres, muros, bóvedas, yeserías, estanques, jardines. Y si fuera posible imaginar cómo era todo esto hace 500 años, recuperar azulejos, trazos gráficos, fachadas y lo muchísimo que se ha perdido o machacado o robado, imaginar en su sitio los tesoros desaparecidos, se aceptaría todo riesgo a cambio de que le permitieran quedarse allí el resto de sus días.
La Alhambra de Granada es el monumento más visitado de España, incluso más que el museo de El Prado, y uno de los más codiciados atractivos de Europa. Casi dos millones ochocientos mil curiosos pasearon por allí el año pasado, cifra que se superará sin duda en el presente. Pero la curiosidad y devoción por esta ciudadela única no es de hoy ni obedece a campañas de publicidad turística. Desde comienzos del siglo XIX, al menos el flujo de turistas aparece certificado gracias a nombres ilustres que expandieron su renombre por Europa. Aparte de su añorante popularidad en el mundo musulmán, que nunca olvidó su pérdida. Se sabe que Chateaubriand estuvo en 1807, poco antes del expolio y los destrozos que causarían sus compatriotas, aunque sería el diplomático americano Washington Irving el que mayor provecho sacó de su estancia en 1828. Alojado por el gobernador en un palacio del recinto urdiría su libro «Leyendas de la Alhambra», publicado en 1832, y que obtuvo éxito mundial inmediato. Tanto que empujó a millares de personas -a los «viajeros románticos» sobre todo- a visitar Granada. Entre otros, Théophile Gautier («Voyage en Espagne», 1843), el barón de Davillier en compañía de Gustave Doré. Sus testimonios fueron definitivos para salvar el monumento.

Aprecios y desprecios

Si el visitante musulmán que entra en la Alhambra no se postra a rezar en la superviviente y pequeña mezquita de El Partal, podrá al menos emocionarse ante una inscripción que se repite insaciable por todas partes en esos caracteres cúficos que se reservaban a las palabras mayores: «No hay más vencedor que Dios». Esa alta plegaria, unida a tantísimas otras sembradas por todo el recinto y entrelazadas con sorprendentes poemas, seguramente ha preservado ese conjunto palaciego y militar de la maldad de los hombres, más que de las furias del tiempo.
La historia de la tragedia destructiva de la Alhambra es incluso más larga que la de la misma construcción. Pascual Madoz, por ejemplo, se quejaba de la lista interminable de gobernadores que expoliaron esa «magnificencia exagerada». El inglés Richard Ford señala que el oficial catalán Luis Bucarelli vendió la armería y los mejores azulejos para sufragar una corrida de toros, aunque él mismo no se avergonzó de grabar su firma en una columna del mirador de Lindaraja; aquella sede de altos perfumes era por entonces (1832) depósito de bacalao para los presos que ocupaban varios salones.
El barón de Davillier recuerda en 1862 el espléndido jarrón que se regaló a una dama -aquel que los moros vencidos habían enterrado lleno de oro, según cuenta la leyenda-, la puerta de bronce de la mezquita, que se vendió a peso de metal viejo, y las de madera de la Sala de los Abencerrajes -una de las más bellas estancias de la Alhambra- que se usaron para hacer fuego. Mientras catalogaba esas devastaciones, su compañero, el genial dibujante y grabador Gustave Doré, retrataba a un inglés de estúpido rostro que arrancaba impunemente azulejos con un cincel y un martillito. Pero unos años antes, los compatriotas de Doré habían desvalijado los restos de la incuria de los españoles y sólo el arrojo de un modesto cabo evitó que las mechas ya encendidas volaran todo el recinto cuando las bárbaras huestes napoleónicas abandonaban Granada en 1812. De cualquier modo, consiguieron arruinar ocho torres. Larga sería la relación de los desprecios, pero afortunadamente debe serlo más la de las maravillas.
La Alhambra, «la roja», es el conjunto hispano musulmán más importante de cuantos siguen en pie y el más deslumbrante de toda la cultura árabe en sus 14 siglos de historia. Al haber sido expulsado por las armas el último rey de una dinastía, la nazarí, no pudo tener un sucesor de otra siguiente que destruyera lo edificado para rehacerlo de nuevo, como era costumbre entre emires y califas.
Lo que hoy sorprende más a los curiosos son el gran palacio del Mexuar con su admirable fachada y lo que queda de los otros palacios independientes, sobre todo el de Comares con sus baños. También el espacio central palaciego, el patio de los Arrayanes o mirtos y el llamado de los Leones, que ahora aparece unido al anterior. Cada uno de los cinco patios que existían estaba rodeado de aposentos diversos cuyas actuales reliquias deslumbran por su arquitectura y decoraciones. También por la magia que esconde. El agua, sabiamente conducida por todas partes, remansada en albercas o elevada con saltadores, era la sangre que alimentaba toda una auténtica ciudad que logró ser el más probable reflejo del paraíso, del sueño del paraíso. Aunque sea imposible hoy conocer cómo fue todo hace 600 o 400 años, y aun en los siguientes, lo mismo que descifrar los poemas y plegarias que son los grafitis de unos artistas a quienes les estaba vedado representar imágenes humanas o animales, la Alhambra actual se mantiene aún como grito supremo de aquella victoria de Dios que repiten sus muros. Ya que, como se lee en otro, «la eternidad es su atributo». Por tal razón el griterío actual sobre su orden en lo oficialmente maravilloso no es más que un viento inútil enredado en sus almenas y troneras.

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