Este episodio sirve como parábola aplicable a muchas cosas que ocurren en la Argentina. "No han aprendido nada, no se han olvidado de nada", fue el comentario de Talleyrand cuando los Borbones regresaron al poder 25 años después de la Revolución Francesa. Lo mismo podríamos decir de gran parte de la dirigencia política y sindical, muchos periodistas y demasiados intelectuales. Setenta años de decadencia inédita en el mundo moderno, que incluyen doce de un populismo farsaico y mentiroso, no han servido para aleccionarlos. Como dice Santiago Kovadloff, somos una sociedad en la que "la experiencia no logra transformarse en enseñanza".
En la Argentina indudablemente hay una grieta. Pero la ideología es sólo una de sus manifestaciones. La cuestión central que divide a los argentinos es sobre quién debe recaer el peso del trabajo y el esfuerzo necesarios para que la economía funcione (y crezca). En todas partes del mundo, incluso Alemania y Japón, hay gente que prefiere vivir a costa del esfuerzo y trabajo ajeno, pero constituyen una minoría. En la Argentina en cambio son un bloque electoral decisivo. Una proporción demasiado grande de argentinos abraza con pasión un modelo de organización de la sociedad que nos condena a la decadencia. Este modelo básicamente consiste en apropiarse (o mejor dicho, confiscar) del fruto del trabajo y el esfuerzo ajeno. La mitad del país quiere trabajar y progresar mientras que la otra mitad pretende vivir bien a su costa. Y para lograr esta redistribución forzosa esta otra mitad se aprovecha de un estado con un apetito fiscal insaciable que además impone trabas, regulaciones e intervenciones que desincentivan la producción. La analogía más gráfica de los resultados que se obtienen con este modelo es la de un perro que intenta morderse la cola.
La mentalidad intervencionista y estatista que parece guiar el debate público sobre cómo solucionar los grandes problemas del país contribuye a este estado de cosas. Pero son justamente el estatismo y el intervencionismo los principales culpables de nuestra decadencia. A esta mentalidad se agrega una noción muy perniciosa que Borges alguna vez describió como "una mortal y cómoda negligencia de lo inargentino del mundo" que resulta de "una fastuosa valoración del lugar ocupado entre las naciones por nuestra patria". Es decir, la idea de la excepcionalidad argentina. Sólo así se explica que alguien crea que el Gobierno puede tomar medidas que en el resto del mundo se juzgan inaplicables porque violan principios elementales que hay que respetar si un país quiere crecer.
Un ejemplo de ello es creer que se puede reactivar una economía con una ley antidespidos como la que se discutió en el Congreso. Es evidente que el objetivo que animó a quienes propusieron esta ley fue debilitar al Gobierno, ya que sólo hace unos pocos años ellos mismos se opusieron a ella. Pero lo curioso fue escucharlos pontificar en los principales medios de comunicación sobre las supuestas ventajas de su propuesta sin que sus entrevistadores se atrevieran a señalar su hipocresía e inconsistencia.
Es obvio pero hay que insistir con este punto: en ningún país desarrollado o medianamente desarrollado existen leyes que impiden a los empresarios despedir empleados si es que necesitan hacerlo para aumentar su rentabilidad o su eficiencia. Y no es porque no tengan sensibilidad social. El pequeño empresario, el dueño de un kiosco o una carnicería, por ejemplo, también es un trabajador. ¿Por qué tiene menos derecho a la seguridad económica que un asalariado en relación de dependencia? El principio elemental que viola la ley antidespidos es que el Estado no debe garantizar el resultado de ninguna actividad económica. De lo contrario habría que garantizarle la rentabilidad a los empresarios, para lo cual sería necesario garantizarles su volumen de ventas para lo cual a su vez habría que obligar a los consumidores que sigan comprando, y así sucesivamente. Este es el camino de la servidumbre que lo único que puede garantizar es más decadencia y la pérdida de nuestra libertad.
El análisis de las causas de la inflación también parece reflejar la incapacidad de aprendizaje colectivo de funcionarios, dirigentes políticos, sindicalistas, intelectuales y periodistas. En ningún país medianamente desarrollado se plantea seriamente que la inflación sea culpa de los empresarios y las cadenas de supermercados. Sólo tres países en el mundo tienen una tasa de inflación superior al 30% anual: Argentina, Venezuela y Zimbabwe. Y no se debe a que tengan empresarios y cadenas de supermercados. Tenemos un estado elefantiásico que fue saqueado durante años, que no cumple sus funciones básicas y que, fundamentalmente, ha servido para fomentar la ineficiencia y el clientelismo. Esta historia ya la vivimos. A costa de sonar repetitivo hay que insistir: la principal causa de la inflación es un gasto público excesivo, que está en los niveles más altos de la Historia y que el sector productivo de la sociedad argentina no puede pagar. Así de simple.
Autor de "Entrampados en la farsa: El populismo y la decadencia argentina", miembro del Consejo Académico de Fundación Libertad y Progreso. |
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