¿Pero cómo se formaban esos bebés? Los hacía Dios, por supuesto. Y a los hijos de no creyentes los fabricaba una máquina. ¿Y cómo sabían esos animales en qué domicilio debían dejar al bebito? Ah, porque los futuros padres escribían una carta de amor a París. O, si eran norteamericanos, llenaban un formulario. Así es como acá tenemos, por un lado, a las/los habitantes de Monte Cigüeña, que ya están en otra cosa, y por otro lado, al nene de unos padres demasiado ocupados, que se aburre, quiere un hermanito, y resuelve pedirlo por su cuenta. La cosa se complica con una criatura que nunca fue entregada y ya está mayorcita, una manada de lobos bastante graciosos y otros personajes. Todo, a velocidad supersónica, con varios descuidos argumentales, interesantes apuntes sobre las familias actuales, y, hacia el final, un toque de emoción. Se pasa el rato.
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