19 de mayo 2010 - 00:00

“Hoy parece que estuviera mal encarar un libro ambicioso”

Brizuela: «En un país que apoya tan poco a los escritores, hasta qué punto no está cortando proyectos ambiciosos, naturales en otros países. Acaso por esto nuestros escritores encaran proyectos chiquitos».
Brizuela: «En un país que apoya tan poco a los escritores, hasta qué punto no está cortando proyectos ambiciosos, naturales en otros países. Acaso por esto nuestros escritores encaran proyectos chiquitos».
«La gente está cansada de novelas chiquitas, improvisadas, descuidadas, sacadas del horno antes de que concluya su cocción», comenta Leopoldo Brizuela, que acaba de publicar, tras 5 años de escribirla, «Lisboa. Un melodrama», una novela coral de 700 páginas. Brizuela se hizo conocido con sus premiadas obras anteriores «Tejiendo agua» e «Inglaterra. Una fábula». Dialogamos con él.

Periodista: ¿Qué cuenta en «Lisboa, un melodrama»?

Leopoldo Brizuela: La historia de una noche, en 1942, en una Lisboa neutral llena de refugiados. Es un momento crucial en el que luego de un largo tiempo en que parece que nada se resuelve y todo va a ser eterno, de pronto empieza a revertirse, crece en esos meses el poder de los Aliados. Es el final de una larga noche sin salida. Una noche crucial donde Portugal es arrinconado para que abandone la neutralidad. En esa situación hay una delegación argentina designada ad hoc, que ha pasado ajena a las violencias de la guerra y a los refugiados, que se ve conmovida por esa noche tan dramática.

P.: ¿Qué sucesos clave desencadenan la historia?

L.B.: Hay una decisión del cónsul argentino de romper la neutralidad, de igualarla, donando un cargamento de cereales a los hambrientos de Lisboa. El gran nudo dramático de la historia está dado por el atentado a un barco que puede ser el último que saque refugiados judíos de Lisboa. Ese es el marco que da dramatismo a todos los personajes, no sólo a los protagonistas. Mi idea fue bucear en qué es la neutralidad. Qué implica ser neutral en determinados momentos sociales, y hasta dónde se puede serlo.

P.: Si bien «Lisboa. Un melodrama» es una novela coral, su protagonista principal es ese cónsul argentino.

L.B.: Es la vivencia ejemplar que yo voy siguiendo. Es el único que logra algo que los demás no. Es el que inspira a los otros. Su destino va entrelazando a todos los otros, y es también el que llega más lejos.

P.: Entre esos otros, hay dos argentinos famosos.

L.B.: Tania y Enrique Santos Discépolo, que vienen de una España devastada, aprovechan la posibilidad de volver a la Argentina. En España ellos habían sido muy felices en los años 30, eso es un hecho real. Gran parte de su éxito lo conquistan en la gira española. Vuelven de la España destrozada por la Guerra Civil como si hubiera visitado el fin de su propia juventud. En Lisboa, que habían alcanzado una de las cumbres de su éxito, van a intentar recuperar un poco de la felicidad perdida. Es como un intento de detener esa felicidad que se está perdiendo. Cometen uno de esos errores que suelen hacer las parejas de volver a lugares donde fueron dichosos para recuperarse y encuentran algo completamente diferente. Hago pasar a los personajes por vivencias que les explican no como pueden volver a la felicidad sino por lo menos poder entender su propio destino.

P.: ¿Cómo surge en usted tener como protagonista un cónsul, que lo fuera en «Bajo el volcán» de Malcom Lowry y en «A sus plantas rendido un león» de Osvaldo Soriano?

L.B.: Desde que mi novela «Inglaterra. Una fábula» fue publicada en varios países tuve que ir a presentarla y tomé contacto con diversos servicios diplomáticos. Supe de un personaje que fue muy importante, que si bien no tiene nada que ver con mi cónsul, realizó algo parecido en 1940 cuando los alemanes invaden Francia y se produce el gran éxodo hacia el sur de gente común, en uno de los episodios más dramáticos de la guerra. El cónsul portugués Aristides de Sousa Mendes, violando las disposiciones secretas de Salazar sale a la vereda y firma y sella sin mirar un millar de pasaportes. Salva en un solo día un millar de judíos, que pasan la frontera española y llegan a Lisboa. Es un héroe póstumo, porque en esa época fue una cosa muy oculta, y él tuvo que entrar en una especie de ostracismo.

P.: Fue su modelo inspirador.

L.B.: Quizá la verdadera inspiración me vino de Graham Greene, a quien había leído muy poco. Había viajado a Corrientes a presentar mi novela. Cuando estoy en el cuarto de un hotel de una elegancia muy antigua, llega el conserje, un hombre muy viejito. Vi que usted en la ficha puso que es escritor, me dice, bueno acá hubo otro. ¿Quién? Graham Greene. Esa presencia tan fuerte me hizo salir a comprar la novela que había escrito sobre Corrientes, «El cónsul honorario», que fue financiada por Victoria Ocampo. Estaba leyendo y veía las cosas que Greene había plasmado en su novela con una agudeza muy sorprendente, a pesar de que la leyenda dice que no salió del bar del hotel y no hacia otra cosa que mirar profundamente borracho por esa ventana. El personaje a la vez heroico y patético del cónsul honorario, una persona simple a la que le encargan unos trámites muy sencillos, que no tiene jerarquía diplomática y al que secuestra una banda de guerrilleros paraguayos, a los que le explica que no tiene ninguna importancia su rango, que no van a conseguir nada. Esa representación me influyó muchísimo. Después cuando estuve en Washington averigüé que la delegación diplomática en Lisboa en los años de la guerra no había sido con diplomáticos de carrera sino con una persona de cierto renombre y que no había tenido ningún tipo de actividad diplomática. Supe también de informaciones secretas que impedían la entrada de refugiados. Me gustó la idea de alguien que no tuviera ni formación política ni interés por la política, y hasta una voluntad por sustraerse, enfrentado a unos de los grandes dramas del siglo XX.

P.: ¿Cuál considera el sentimiento esencial a su melodrama?

L.B.: Creo que es una novela que tiene mucho de fado, ese sentimiento de abandono, pero no sólo amoroso, sino que ese sentimiento enfrenta a la persona con su propia indefensión vital, con su propia soledad. En el fado lo amoroso lleva a planteos más profundos, a por qué estamos en el mundo. Cuando se escucha a Amalia Rodríguez trata del amor pero más aún sobre el destino. El amante a diferencia del tango, con muy pocas excepciones, se pregunta sobre cosas que van más allá del amor.

P.: ¿Cómo hizo para entretejer la relación entre tango y fado?

L.B.: «Inglaterra. Una fábula» era una novela sobre el teatro, «Lisboa. Un melodrama» es una novela sobre la música, o mejor aún, sobre la canción popular. Surgió de forma muy natural porque soy bastante músico. Comencé a descubrir el fado a partir de 1993 cuando pude ver a Amalia Rodríguez; yo la había escuchado, pero entonces la vi acá, en Buenos Aires. Empecé a asociar músicas, a encontrar cosas comunes, a observar que florecen en los años 40, donde llegan a la culminación de música, letra, cosmología; es un género muy maduro. Veía elementos parecidos. Tienen que ver con los suburbios de las ciudades, una canción amorosa pero ciudadana que era lo mismo que la canción amorosa campesina, con el elemento del abandono y también con las muchas culturas que tienen por debajo. Así como el tango es una fusión de culturas, quizá mucho más de lo que percibimos, el fado tiene una raíz muy árabe, casi como el flamenco en la manera de impostar la voz, en el sentimiento de destino, elementos de canción popular campesina portuguesa y de la poesía gallega. Son canciones de puerto cargadas de influencias. Y su protagonistas son personajes de melodrama.

P.: Remite en su novela a la Argentina que regala cereales.

L.B.: Evita en esa época dona esos cargamentos a dos lugares distintos, a la España donde viaja, donde sale al balcón con el Generalísimo Franco y es ovacionada por una muchedumbre, y otro al estado de Israel. Ese acto que tenía la importancia simbólica de la Argentina «granero del mundo» que dona alimentos a los hambrientos, en mi caso, de Lisboa.

P.: ¿Cómo se lanzó a escribir una novela de 700 páginas?

L.B.: Uno no se pone a escribir una novela de 700 páginas, empieza y se va ramificando. Lo que es cierto es que si no hubiera tenido un apoyo no hubiera podido seguir adelante. Hice una versión muy rápida y presenté los primeros capítulos a la editorial, y me dijeron: seguí avanzando. Es un gran incentivo en todo sentido, incluso emocional. De no ser así es muy difícil emprender una aventura de este tipo, poder construir un mundo y no entregarse a la fragmentación. Un país que apoya tan poco a los escritores, hasta qué punto no está cortando proyectos de este tipo, naturales en otros países. Pienso que acaso por esto nuestros escritores encaran proyectos chiquitos. Y la gente está cansada de novelas improvisadas, descuidadas, salidas del horno antes de concluir su cocción. El peligro parte de ideologizar las imposibilidades: nosotros escribimos corto porque es así la cosa. Hay cosas que me dicen no sólo de la extensión sino de «vos todavía cuidás las frases», no puedo entender eso. O: «¡tantos años para una novela!» No fueron tantos, cinco años. Y ahora sale en Alemania. Es como si estuviera mal dedicarse a un proyecto ambicioso, como si estuviera mal tener legítimas ambiciones, como si uno tuviera que acostumbrarse a haber perdido los grandes proyectos.

P.: ¿Qué está escribiendo ahora?

L.B.: Sigo siempre el consejo de Manucho Mujica Lainez de empezar siempre por el lado opuesto al que se acaba de escribir, así que empecé con cuentos cortos autobiográficos sin trama, que transcurren ahora, pero ya veremos qué pasa.

Entrevista de Máximo Soto

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