«El otro» (id., Argentina, 2007; habl. en esp.). Dir.: A. Rotter. Int.: J. Chávez, I. Molina, M. Ucedo, O. Bonet, A. Goetz.
El contenido al que quiere acceder es exclusivo para suscriptores.
Elogiar las actuaciones cinematográficas de Julio Chávez se viene convirtiendo en un lugar común. No sólo eso: también se viene transformando en el atajo habitual para eludir un poco la opinión sobre esas películas, en las que (con excepción de la recordada «Un oso rojo») no pasa mayor cosa que la buena actuación de Chávez.
«El otro»: otra historia de protagonista en crisis que viaja al interior. Otra historia de identidad en crisis. Otra película de las llamadas «despojadas» y «ascéticas». Con tanto ascetismo, ¿habrá entrado en la santidad definitiva el cine nacional?
Aquí, el punto de arranque es casi pirandelliano: sin custodiar a nadie en este caso, el abogado Juan Desouza (Chávez) debe viajar a Victoria, Entre Ríos, para arreglar un asunto vinculado a una sucesión. Antes de partir, recibe de su esposa la noticia de que será padre por primera vez. Tal vez por eso, tal vez también por su relación con su propio padre enfermo y gruñón, o tal vez porque el pasajero que viaja junto a él en el micro a la provincia muere al llegar, Desouza entra en crisis. Se hospeda en un hotel bajo otro nombre, y todo indica que ha decidido cambiar su identidad e iniciar, como el difunto Matías Pascal de Pirandello, una nueva vida.
El planteo resulta atractivo, enigmático. Pero lo que tradicionalmente (con las excusas debidas por la palabra tradición) suele ser un giro argumental que posibilita la entrada en infinitas variaciones, acá se cierra en sí mismo. Desouza, a lo largo del film, cambiará algunas veces más su identidad. Caminará solitariamente por las calles de Victoria (uno se distrae con el retumbar de esos pasos, tan bien sonorizados); a veces solo, otras siguiendo a una muchacha que en una ocasión le escapa, y que en otra lo busca. Un encuentro que, del mismo modo, le posibilita construir una nueva identidad en la que ya tiene hijos grandes. Su crisis, evidentemente, es más fuerte que la crisis de historias cinematográficas.
Tan ensimismado está cierto cine nacional en las exploraciones de almas que, como ocurre muchas veces, los films descuidan detalles verosímiles básicos. Veamos: al comienzo sabemos quién es Desouza y quién su mujer en un consultorio. Su esposa es oculista, acaba de revisarlo y le receta anteojos. Mientras lo hace, le llena la ficha, le pide el nombre, la edad, etc., y le dice que está embarazada. Ha de ser la única profesional que no tiene una secretaria que complete los datos de un paciente (algo que, además, se hace antes de la entrada al consultorio, y hasta en las más humildes obras sociales). ¿Privilegio por lazo familiar?
También es extraño que una oftalmóloga le diga que necesita urgentemente un aumento de 0.25. A los 46 años, que haga falta una irrelevante corrección ocular de apenas 0.25 es una bendición que, al menos por ese día, debería disuadirlo de entrar en crisis. Ahora, que él sea abogado, no tenga coche y viaje en micro también es extraño. Los abogados, y más los que se ocupan de sucesiones y herencias, nunca han mostrado mayor inclinación a tomar colectivos.
Se podría seguir, pero no hace falta. Como espectadores, sólo se nos llama a interpretar qué cosas pasan por la mente del protagonista, por qué percibe lo que percibe, por qué siente lo que siente. Y todo lentamente. Ascéticamente. En comunión con muchos de los personajes anteriores de cierto cine nacional, que poco dicen y meditan en silencio. Rara sociedad la nuestra, en la que conviven el tinellismo y el ascetismo sin escalas intermedias.
Dejá tu comentario