27 de enero 2003 - 00:00

Los años '80 vuelven a estar de moda en el teatro y la TV

Divina Gloria
Divina Gloria
El próximo viernes, la actriz Divina Gloria estrenará en el Teatro Payró una nueva versión de «El Instituto» de Jorge Leyes con dirección de Roberto Castro. En ella interpreta a una enfermera que, en el marco de una sórdida institución dedicada a la reeducación de sus pacientes, establece un estrecho vínculo con una de las internas (papel a cargo de la actriz Alejandra Rubio). La música del espectáculo es de Charly García, con quien la actriz compartió escenario en los '80, durante el lanzamiento del disco «Piano bar».

Pero en estos días, también, Divina Gloria ha vuelto a estar ligada a la década de los 80 a través de «Costumbres argentinas», la tira que «Telefé» acaba de poner en pantalla como un alegre revival de aquella década. Dialogamos con ella.

Periodista: ¿Cómo fue su inicio en el mundo del espectáculo?


Divina Gloria
: La primera vez que actué fue a los cinco años en una obra de teatro judío donde hablaba en yddish. Hoy eso me parece un delirio para una nena tan chica, pero seguí actuando hasta que, ya de grande, aparecí en las comedias musicales de Pepito Cibrián «George Sand» y «Calígula».

P.: ¿Sigue relacionada con la música?


D.G.:
Yo llegué a grabar tres discos, los dos primeros con producción de Cachorro López, y en los últimos 4 años me dediqué a cantar en vivo con una Orquesta de jazz integrada por alguna gente de «La Portuaria» y de los «Funky Torinos». Hay cada monstruo tocando al lado mío que a veces pienso: ¿cómo me atrevo?, pero bueno, es parte de la performance misma. Lo hago de atrevida nomás y por estar junto a tipos muy capos que me aceptan porque lo hago «de onda» y con muchas ganas de divertirme.

P.:Anteriormente, también se animó a trabajar con Olmedo, a hacer comedia musical con Hugo Midón e incluso teatro clásico con Daniel Suárez Marzal.


D.G.:
Siempre fui una kamikaze, una persona muy temperamental que se lanza como una topadora sobre todo aquello que le interesa. Me parece que ahora que estoy más grande y con un hijo de dos años y pico, tengo un poco más de conciencia de lo que hago.

P.: ¿Cómo define a «El Instituto»?


D.G.:
Es una historia terrible, al borde de lo patético y de lo grotesco. Son dos personajes que se encuentran en un lugar impreciso, que puede ser un correccional, un instituto de belleza, un reformatorio o un lugar de donación de órganos. Yo interpreto a una enfermera, que ya pasó por el trayecto que está pasando la paciente que ingresa, y trata de que se recupere, aunque no se sabe bien con qué intenciones. Las dos están bastante «piradas» y todo es muy misterioso y sugerente. Creo que la belleza de la puesta aliviana la crudeza de la obra.

•Charly

P.: ¿Cómo llegó a incorporar la música de Charly García a la obra?

D.G.:
La música de Charly es la frutilla de la torta. Sugiere un clima caótico y melancólico, parece compuesta especialmente para este espectáculo, pero en realidad es una pieza instrumental que pertenece a su disco «Say no more». Charly es muy generoso. Yo ya le había contado hace tiempo que quería usar alguna música de él y cuando fui a confirmárselo me dijo: «Bueno». Así nomás, sentado en su cama con la guitarra en la mano y sin ninguna histeria. Ni siquiera controló qué temas eran, ni de qué se trataba el espectáculo. Creo que él recibe todo esto como un halago también.

P.: ¿Qué siente al protagonizar una tira que evoca una de las décadas más intensas de su vida?


D.G.:
Mi personaje no tiene nada que ver con lo que era yo en los '80, pero coincido con lo que me ha comentado mucha gente: es fascinante volver a conectarse con las costumbres y la música de aquella época. No pasó tanto tiempo, pero uno se da cuenta de que la gente era mucho más ingenua y se comunicaba de otra manera. Se vivía a otro ritmo.

P.: ¿Extraña algo de aquella época?


D.G.:
A los amigos que murieron, que fueron muchos, y la creatividad que había en esa época. Yo estuve junto a Batato Barea y en ese momento a nadie le importaba hacer plata. Nuestro deseo pasaba por cantar, bailar, divertirnos, montar nuevos espectáculos, jugar con los colores, hacer música... Eramos como topadoras, mucho más irreverentes que los chicos de ahora. Ahora siento que la represión está en otro lado, que se enquistó en una especie de negatividad generalizada, donde para ser creativo y genial hay que tener dinero o cierto status social. Pero, bueno, así está el mundo. Hoy los parámetros son ésos, como por ejemplo la obsesión de ser famoso, un término que detesto. Antes uno admiraba a un actor o a un pintor porque era un artista, no por ser famoso. Esa cosa tan típicamente argentina de adorar el éxito es algo que me enferma y a veces tengo miedo de que mi hijo comparta alguna vez ese pensamiento.

P.: ¿Y dentro de aquel ambiente estaba mal visto trabajar en televisión?


D.G.:
Sí, había un prejuicio bastante grande contra la TV, porque era como pasar del under al stablishment. Pero hoy también sigue habiendo muchos prejuicios contra ella. En general, se la considera un género menor o, mejor dicho, la más berreta de las artes. Yo, en cambio, nunca tuve ese problema, siempre me gustó ser parte de todo.

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