Recital de Gabriela Montero. Obras de Beethoven, Rachmaninov y Schumann. (Teatro Colón.)
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El segundo concierto del ciclo anual del Mozarteum Argentino en el Teatro Colón acercó una vez más al público de Buenos Aires a la pianista venezolana Gabriela Montero, elogiada, entre otros, por Martha Argerich. Una extendida y brillante trayectoria internacional avalan su calidad pianística, a la que el medio musical argentino conoce ampliamente por haber sido invitada en varias oportunidades a tocar en Buenos Aires como parte del proyecto Argerich.
En esta reciente presentación la artista nacida en Caracas concentró su atención en tres autores disímiles que la obligaron a una flexibilidad estilística que posee como una de sus primeras condiciones. Beethoven, Rachmaninov y Schumann significaron tres pruebas contundentes para su calidad musical. A diferencia de Argerich, por ejemplo, o de Daniel Barenboim, la manera peculiar de la pianista caraqueña de abordar una sonata de Beethoven -la «Waldstein» (Do mayor)- es la de la libertad expresiva y el descontrol antes que el equilibrio.
El movimiento inicial surgió como a borbotones, exaltado, con ímpetu juvenil. Fue más cauta en la hondura que exige el «adagio molto» que media la obra. Otra vez, en el « prestísimo» final, la pianista demostró un fuego que al Beethoven libertario y revolucionario no le vino nada mal. La Sonata N° 2, en Si bemol menor, de Serguei Rachmaninov, tuvo una mediación más equilibrada, que transformó una sonata difícil y rara terminada en 1913 y revisada años después, en un momento meditativo y fraseado con delicadeza.
El temperamento latinoamericano de Montero parece el indicado para el romanticismo fantasioso de Robert Schumann, ya que la segunda parte del recital fue dedicado en su totalidad a los veintiún números del «Carnaval» del Op. 9, aglutinados por el músico en este desfile paradigmático en el que aparecen hasta un Chopin y un arrogante Paganini, y que finaliza de manera rotunda con la Marcha de « Davidsbündler» contra los Filisteos, que la artista interpretó con fuerza y despliegue técnico.
El público porteño sabe de la inclinación de Montero por las improvisaciones. También de su habilidad para encararlas a partir de una melodía tirada al azar por algún espectador. Esta vez, más que tomar al vuelo alguna sugerencia, improvisó sobre temas ya preparados por ella como, por ejemplo, «El día que me quieras». Con aliento en lo popular, con apego a lo jazzístico, Montero parte de un tango y lo transforma en una composición con swing y espíritu cavernoso de sótano neoyorkino, y el público disfruta de su capacidad de creación armónica y colorística pidiendo más, y olvidando el rigor clásico de minutos antes.
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