4 de octubre 2001 - 00:00
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"Los otros".
Si los criados no le creen, Grace se los va a mostrar: son chicos hermosos, rubios como ella y como su marido, que marchó a la guerra y a quien todavía espera volver a encontrar; chicos despiertos y encantadores, no como Víctor, ese fantasma a quien nunca vio pero al que sus hijos afirman haber sorprendido en la casa más de una vez.
De «Los otros» no puede contarse mucho más sin estro-pear su misterio. Tampoco establecer la inevitable comparación con otra película que los espectadores no tardarán en descubrir, y que el director atribuye al simple azar. Sin embargo, la naturaleza fantástica del film de Amenábar no está apoyada en un sólo detalle, ni el desenlace concentra la totalidad del interés (aunque, desde luego, sin la existencia de esa otra película su originalidad se vería fortalecida).
«Los otros», una obra que reafirma la indeclinable sugestión del relato gótico, con mansión embrujada y objetos que se mueven sin lógica aparente aunque con riguroso sentido (el cine fantástico también tiene leyes que ningún artista puede violar sin que su obra se vea afectada), posee ese antiguo encanto que tanto desea, y extraña, el espectador amante del género.
Amenábar, a través de una puesta en escena que da con el punto justo entre lo soñado y lo real, extremadamente climática, maneja los tiempos y las muchas sugerencias con precisión calculada y delicadeza. En «Los otros» no hay desbordes, y la tensión permanente apenas se quiebra por una escena de sobresalto. Sólo una.
No hay nada más alejado de la intención de la película que distanciar al espectador con truculencias: el fin es atraparlo en ese mundo fantasmal, entrevisto a través de los sentidos y los temores de Grace, y que no lo abandone hasta el final. No era otra cosa lo que buscaba Hitchcock: lo siniestro en un rayo de sol. Aunque aquí el sol sea mezquino, y sólo se filtre entre la niebla y las rendijas de las puertas. Los «otros» no necesitan más luz que esa para cumplir su misión.
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