Hay un costado poco conocido en Guillermo Moreno: su devota inclinación católica. Sólo trascendía, hasta ahora, por sus irritaciones o amenazas a los empresarios a la hora de discutir aumentos. Pero la debilidad religiosa había sido observada por unos pocos, aunque quienes visitaban su despacho podían escuchar que se enternecía con unos cantos gregorianos -remedio musical para el estrés, quizás- o que veneraba a Carlos Mujica, el cura villero de la zona norte, a quien, por supuesto, no conoció (pero del cual exhibía un par de fotografías como anónimo admirador). En los últimos meses, sin embargo, ese rasgo de compulsión católica se ha acentuado: instaló una imagen de la Virgen en su escritorio (regalo de alguien del exterior) y, como si fuera un ministro de la gestión de Juan Carlos Onganía, en la solapa de su saco porta un escudo con la imagen de la Virgen de Luján. Seguramente, para los creyentes, elementos de protección en la tierra -sobre todo para aquellos que disputan batallas todos los días-; otros más materialistas se servirán de esas piezas religiosas para concederle un carácter mesiánico, casi fundamentalista, al funcionario. Si Cristina de Kirchner hubiera tenido detalles de tanta piedad, quizás lo hubiese preferido como embajador del Vaticano en lugar de Alberto Iribarne. Se hubiera ahorrado un problema.
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