Sostener una fotografía delante del encuestado. Preferentemente, sin nombre ni contexto alguno. Preguntarle de la manera más sencilla y desprovista de cualquier otra información posible, quién es el protagonista de dicha fotografía. Tomar nota de la respuesta.
Arrancó la danza de nombres "famosos" para las elecciones legislativas 2021: la trampa del posicionamiento
A la lista de posibles candidatos se incorporan hoy, producto del auge de las redes sociales, la categoría de influencers y twitteros.
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Antes, para que un "famoso" sea candidato importaba la cantidad de discos vendidos, shows, invitaciones a programas televisivos. Ahora lo que impera son el caudal de likes y retweets.
Ese es el mantra que decenas de miles de encuestadores han recitado alguna vez al momento de intentar identificar el nivel de posicionamiento de un candidato político. Con variantes, el ejercicio intenta determinar sencillamente cuán conocido es el potencial postulante previo a ser lanzado a la contienda. Del otro lado del mostrador, en el equipo de dicho potencial candidato, los resultados se esperan con ansiedad. Es sabido en el círculo rojo de la política que pisos y techos de imagen positiva o negativa son rápidamente reversibles, pero el posicionamiento o nivel de conocimiento conlleva la amalgama de dos factores siempre escasos: tiempo y dinero.
El conocimiento de esta máxima ha incentivado a la búsqueda de atajos. Si para ser elegidos por el pueblo, antes que tener buenas propuestas u otras virtudes, los candidatos deben ser conocidos, ¿por qué no comenzar por esa base? ¿Por qué no llevar a la arena política directamente a quienes ya cuentan con ese posicionamiento?
En nuestro país, fue en los años noventa que esta práctica comenzó a consolidarse. Figuras del deporte como Carlos Reutemann o Daniel Scioli, junto a otras del espectáculo como Ramón “Palito” Ortega, dotaron a las papeletas electorales de sus conocidos rostros y del halo de pureza que acompaña a los que, al menos hasta ese momento, no habían transitado “los oscuros pasillos de la política”. La práctica, sin embargo, no se detuvo, sino todo lo contrario.
En los hechos, nos hemos acostumbrado a ver en el menú electoral a decenas de artistas, deportistas, científicos y periodistas, cuya principal virtud, por más que intente ocultarse detrás de la retórica de la pureza de “lo nuevo”, no es otra que su posicionamiento; su capacidad de ser reconocidos por el elector rápidamente y a simple vista.
Desde ya que el fenómeno no es solo nacional. La máxima del posicionamiento rige en todo sistema político abierto y democrático, sobre todo, cuando la crisis de los partidos políticos tradicionales se sucede sin posibilidad interna de renovación y sin lograr una dinámica propia que acompañe el vertiginoso capricho de las masas. Italia, nuestro país espejo en tantas cosas, sin ir más lejos, supo tener como integrantes de su oferta electoral desde el controvertido Silvio Berlusconi, al popular Beppe Grillo, hasta la icónica Llona Staller, mejor conocida (o posicionada) como “Cicciolina”. Ejemplos similares podrían encontrarse en todo el mundo.
Sin embargo, más allá de la efectividad del fenómeno, la cuestión que este tipo de prácticas deja al descubierto, es una que tiene ya más de dos mil años y que fue planteada tal vez mejor que nadie por uno de los fundadores de nuestra tradición occidental. Es Platón, en el Siglo IV antes de Cristo, uno de los primeros en señalar una de las problemáticas menos resueltas de nuestros sistemas democráticos actuales y de entonces; problemática que puede resumirse en la sencilla, pero profundamente rica cuestión sobre si cualquiera está preparado para gobernar.
La pregunta, si bien simple, no es fácil de responder. Detrás de ella se agazapan peligrosas respuestas conservadoras y autoritarias contrapropuestas claistas o jerárquicas. Sin embargo, de vez en vez, cuando las crisis arrecian, la pregunta vuelve a interpelarnos, como aquellos fantasmas navideños de la cosmogonía de Dickens, sin que podamos darle una respuesta superadora. En la práctica general, en los casos en que los famosos fueron simplemente parte de un armado que los tenía como atractores del voto, dentro de un esquema partidario o técnico acorde, las experiencias tendieron a ser menos fallidas (o hasta incluso más exitosas), que en aquellas ocasiones en donde todo el proyecto político giró en torno a su popularidad.
En la Argentina de las eternas crisis, a tan solo seis meses de pasada la última elección, ya comienza a discutirse la próxima. En las últimas semanas, detrás del rugido mediático y brutal que tiene como protagonistas principales al Covid-19, la cuarentena y la emergente crisis económica, comienza a percibirse el susurro de las alianzas electorales y de la búsqueda de candidatos. En el imperio de la máxima que inspira esta nota, también esta vez comenzó la danza de nombres sin que los “famosos” dejaran de estar presentes.
Lo nuevo tal vez sea que el abanico de famosos a convocar tiene ahora nuevos integrantes. A la lista de posibles candidatos se incorporan hoy, producto del auge de las redes sociales, la categoría de influencers y twitteros. Si antes al momento de la selección se consideraba la cantidad de discos vendidos, shows, invitaciones a programas televisivos, venta de camisetas u otras variables sobre las cuales medir la potencialidad del candidato, ahora lo que impera son el caudal de likes y retweets.
Argentina es, quizá, el proyecto de nación más fracasado del Siglo XX y lo que va del XXI. A contramarcha del resto del mundo, nuestro país aumenta en flagelos y disminuye en éxitos. Ojalá que aquellos que sean bendecidos por esta trampa que es el posicionamiento estén a la altura de comprender que no basta con la popularidad para cambiar el derrotero de un fracaso semejante y tengan la humildad de saber rodearse adecuadamente al momento de ser investidos de la enorme responsabilidad pública que implica representar al electorado de un país en constante declinar.
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