La última justificación que le encontró Néstor Kirchner al voto a favor de las retenciones fue que cumplía el sueño de país de él y de su esposa, Cristina de Kirchner. Que lo hiciera realidad gracias a Ramón Saadi resultaba una pesadilla. No sólo para ellos. Si ese debate iba a parir la presidencia de Cristina (como imaginó en la última peña que compartió con funcionarios del ala intelectual), que el partero sea el último residuo de la dinastía más vieja del viejo peronismo le ponía un sello terminal al kirchnerismo. Es la vuelta definitiva al peronismo que llevó al matrimonio al poder y, más importante, la aceptación de que el gobierno es la primera minoría política del país. Lo adelantó la suerte que corrió el oficialismo en «la plaza del amor», como calificó el santacruceño a la enclenque convocatoria del martes al Congreso.
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El gobierno libraba anoche una pulseada técnica a la oposición (el debate por las retenciones), pero le costaba trasladar ese final a una victoria política. Esta ha sido la intención de Kirchner desde que asumió la conducción de esta pelea para sacar a la administración de su esposa del marasmo del trimestre que siguió al 10 de diciembre.
Pensar que un país pueda instaurar un sistema fiscal y ordenar su principal actividad económica (la agricultura) por una diferencia de siete votos en Diputados y por un pelo en el Senado era una quimera. Son asuntos que para que funcionen necesitan del consenso de los protagonistas. Tanto lo sabe el gobierno que pidió al Congreso que el sistema tuviera sólo 60 días de vigencia. Una forma, además, de presionar al campo a sentarse a charlar, como ocurrió antes. De ahora en adelante facilitará los acuerdos; los 120 días de la crisis que le han hecho saber al gobierno que la sociedad ha decidido cargarle todos los costos políticos del trámite.
Lo pudo evitar el oficialismo si hubiera leído con tranquilidad la realidad. Prefirió disfrazar de política el debate técnico sobre un negocio (el reparto de impuestos) para sacar provecho partidario. Con un despliegue de ingenuidad que sólo explica la inexperiencia en el ejercicio de cargos ejecutivos por parte de la Presidente, Cristina de Kirchner, permitió que su marido usase el conflicto: nutrirla de la legitimidad política que no tenía al ser instaurada en la presidencia por una decisión tomada en la soledad de la alcoba. La debilidad de este origen y la condición de debutante en funciones ejecutivas -que Cristina de Kirchner comparte con Mauricio Macri y Daniel Scioli- es lo que cifra las tribulaciones de la Argentina 2008.
La pelea con el campo la vio también Kirchner como una oportunidad para capturar voluntades en el momento de su declive de poder; lanzar al peronismo a una puja de clase la ha imaginado como la ocasión para armar el partido que no quiso cuando era presidente. Se preguntará para qué; para lo único que lo necesita el que se fue del poder, tener protección en el llano.
En este uso de la crisis también pagó Kirchner costos de debutante. Acostumbrado a peleas floridas en una provincia donde gobierna un peronismo llave en mano (sin oposición que amenace su hegemonía) o a negociar con el club de amigos empresarios de todos los gobiernos, permitió lo que nunca debe arriesgar un político: que se le enfilen delante todos los enemigos y que le cuenten las costillas.
Con tal de reunir una fuerza de leales que lo acompañen en la intemperie, Kirchner dejó que se uniesen Elisa Carrió y Luis Barrionuevo, Eduardo Buzzi y Luciano Miguens, Raúl Castells y Ricardo Gil Lavedra. No hay que despreciar estos retablos que se justifican por el rechazo al que manda. En la Argentina expresan la sublevación de la sociedad contra el poder, algo que no comenzó con este gobierno. Una alianza igualmente caprichosa como fue la UCR-Frepaso, ganó las elecciones en 1997 y 1999, desplazando a un peronismo al que no le iba tan mal.
Mitades
Que haya permitido que le cuenten las costillas es más grave. Tenía partido, ahora tiene medio partido; tenía CGT, ahora tiene media CGT, tenía bloque PJ en Diputados; ahora tiene medio bloque; tenía gobernadores, ahora tiene la mitad. Empleó la ideología, la amenaza del golpe, la lucha de clases, inventó amenazas de humos sospechosos, reclamó por piquetes que el propio gobierno alentó durante cinco años, ensayó justificaciones que se le iban cayendo sucesivamente (la caja, los pobres, la redistribución, el pago de deuda) para justificar las retenciones móviles, mostró Madres, Abuelas, Hijos y Nietos de la Plaza de Mayo, se arrodilló ante los veleidosos intelectuales, se abrazó a Ramón Saadi y a Eduardo Camaño. Todo para un resultado que además le costó al oficialismo el prestigio en la opinión pública de ese trío de la nueva política que prometió tanto: Scioli, Jorge Capitanich, Juan Manuel Urtubey. Los ejecutó este gigante egoísta que es Kirchner en una tarde, cuando los obligó a ser voceros de su proyecto personal. Habrá represalia, porque la política es uno de esos oficios en los que no hay atajos; todos están obligados a recorrer todos los casilleros. El que se salta alguno en algún momento tiene que volver a empezar.
¿Debilitó esta crisis al gobierno? Quizás la pelea con el campo sólo desnudó una debilidad que ya tenía un gobierno que alcanzó en 2003 el 22% de los votos y en 2007 algo más de 30% de los sufragios calculados sobre el total del padrón. Lo que llamó Bob Woodward, con referencia de George W. Bush, una «minority presidence» que recién ahora el kirchnerismo empieza a admitir ante la sociedad. Si ése es el resultado, quizás haya algún beneficio en esta crisis absurda en la que todos han jugado todo y en la que todos han perdido.
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