13 de febrero 2004 - 00:00

¿Too little and too late?

Expresión común en los hábitos anglosajones para definir ciertas rupturas matrimoniales. Algo así como el esposo (o la esposa, para no parecer misógino) que se encuentra con el reclamo de divorcio luego de protagonizar reiteradas tropelías nocturnas y, para salvar la pareja, le ofrece a su enojada consorte que, en lugar de salir todas las noches y regresar a la madrugada, a partir de ese momento sólo se escapará lunes y viernes. Respuesta: too little and too late.

Esta figura doméstica tal vez pueda compararse con la fisurada relación hoy de la Argentina (más precisamente, el gobierno Kirchner) con el G-7, padre del turbión que hoy padece el país al margen de inhibiciones o embargos que son el maquillaje de la crisis. Lo que se imaginaba explosivo en setiembre, cuando el país debiera renegociar las pautas de fin de año, se precipitó hace más de 15 días, cuando esa poderosa asociación de Estados primero se dividió con respecto a la Argentina y, luego, para angustia del dúo Lavagna-Kirchner en Boca Raton, se unificó en contra, según le relatara Horst Köhler al ministro de Economía en Miami el último fin de semana. Y esa unidad de criterio ya no podía torcerse, por más voluntad que impulsara la propia administración Bush, contenta quizá porque el mandatario norteamericano se dejara tocar la pierna por su colega argentino y la promesa de recibir a disidentes cubanos. En rigor, ya había anticipado el derrumbe el hombre que más defiende a la Argentina en Washington: John Taylor, secretario del Tesoro, quien sugería «gestos» con relación a la deuda externa.

• Clamor

Too little, too late, el hartazgo, finalmente, fue lo que a los gritos empezaron a clamar contra la Argentina. Primero los japoneses, luego los alemanes -aunque más tarde votaron a favor- y por último los italianos. Tanta protesta en esa cumbre hasta conmovió a los británicos, quienes para preservar el vínculo con sus socios (finalmente tienen intereses mucho más atendibles que la caridad con Buenos Aires) y, además, facturar algún desencuentro con Kirchner, se alinearon para cerrar las compuertas a las dilatadas excusas de los negociadores argentinos en el Fondo Monetario Internacional y sus acreedores externos. Luego, por más que hubo esfuerzos, el resto del G-7 aplicó el criterio de la mujer indignada y en este febrero ocurrió lo que seguramente se impondría en setiembre.

En la Casa Rosada no imaginaban esta -para ellos- abrupta reacción y, por supuesto, no se imputaron el error de cálculo, que consiste en desconocer las restricciones del rival a la hora de las negociaciones. Como el cliente que abusa de la libreta negra del almacenero o el deudor hipotecario que al banco no le paga o afirma que sólo le pagará lo que se le antoja. Son antecedentes que el almacenero o la entidad no pueden aceptar -el sistema, en suma-para evitar multiplicaciones. Más cuando el deudor hace ejercicio publicitario y propaganda de esa falta y hasta agravia a quienes le prestaron. Se entiende así, quizá, la ofensa oriental de los japoneses, a quienes, si les cuesta entender la cultura occidental, más arduo todavía les debe resultar el jeroglífico de un país lejano de Sudamérica. A estas objeciones del G-7, por otras razones, también se sumaron naciones más comprensivas y vecinas como Brasil, distantes como Turquía, las que, sin estar en ese organismo, han procedido como celosos cumplidores de sus acreencias y truenan por el comportamiento argentino de seguir en el sistema sin honrar sus compromisos.

Aparecen entonces la realidad de Köhler en Florida, la resurrección de Anne Krueger (una de las estrictas con las inconductas argentinas), las diversas inhibiciones a bienes en los Estados Unidos (recordar que ya hubo embargos en Italia y en Alemania) y la cruda certidumbre de que no habrá más respaldo si no se cambia de sintonía. La verdad: hasta Roberto Lavagna -preguntarle a Eduardo Duhalde- ya había sospechado la turbulencia y se maldecía porque el gobierno impuso como dogma pagar sólo 25% de la deuda que, en rigor, era mucho menos. ¿Para qué esa tontería de fijar un número?, se debe preguntar como profesional, cuando todo el mundo sabe que 25% de un bono que vale 8 no es lo mismo de otro que vale 38.

Pero admitir los dogmas (o no dejarlos en la escalinata de la Casa de Gobierno) le ocasionó a él la vergüenza de aceptar, por contratación directa (lo que siempre genera suspicacias) y no por licitación, un banco negociador norteamericano, Merrill Lynch, con el cual siempre tuvo pesadillas. Basta recordar una anécdota de Guillermo Nielsen cuando, hace unos meses, despotricando contra Merrill Lynch y uno de sus ejecutivos menos influyentes, Jakob Frenkell -un íntimo de Domingo Cavallo-, le dijeron que algunas de sus críticas eran equivocadas. «Bueno, no importa. El dogma es pegarle a Merrill Lynch». El sapo de Merrill Lynch, en verdad, ya se lo habían tragado Lavagna y Nielsen desde el 23 de diciembre, cuando empezaron a conversar en el Ministerio de Economía para que participara en las negociaciones. Hoy, por decreto secreto, esa institución podría ser el salvador de la encrucijada en que se metió Kirchner. Al menos, será el mediador con la esposa enojada y dispuesta al divorcio que dijo «too little, too late». Y, por lo que se estima, las condiciones las pondrá el banco, no quien le entregó la responsabilidad de gestión.

• Doble personalidad

Todavía, sin embargo, el gobierno Kirchner manifiesta doble personalidad con mensajes de combate hacia adentro, carteles de publicidad en el mismo sentido o promoviendo economistas insistentes y masoquistas -como en tiempos de Duhalde hasta que ¡él mismo! los postergó por Lavagna- que persiguen vivir sólo con lo nuestro. Ni han advertido que uno de sus voceros, Eduardo Curia, cambió de pregón, quizá por la vigencia del teorema de Baglini. Impera aún en ciertos sectores (los que en apariencia responden a Kirchner) el convencimiento antediluviano de vivir al contado o con canje, rechazar el crédito y otras alternativas financieras por las cuales algunos lograron más de un Nobel amén del progreso que le han aportado al mundo. Creen en suma que la deuda se paga y, en su caso, lo hacen oblando un peso que jamás regresa al país, mientras otros pagan tres y le devuelvan cuatro. ¿No es así de cínico el mundo? ¿O cómo se compra una casa un ciudadano holandés?, para citar un país no sospechado y que, como todos, se refugia en el mundo del crédito.

A pesar de ciertas obviedades, nadie sabe si Kirchner irá a una crisis superior, aunque él en el plano interno siempre protestó in extremis con los gobiernos nacionales y finalmente suscribió todos los pactos fiscales. La duda inmediata es si pagará o no el 9 de marzo los 3 mil millones al FMI. ¿Tendrá «buena fe» en el organismo, como éstos reclaman, o acaso exigirá un compromiso por escrito de que le devolverán el pago? Uno de los enigmas a resolver en medio de la vocinglería, los mensajes dobles, la politización de la economía -un ministro al que todos los días empiezan a decir que no renunció, que responde a Duhalde, discrepa de Kirchner y aspira a la Presidencia- y la realidad de que se vive una ruptura con el G-7, más decidida por una esposa harta que por un marido travieso. En tanta improvisación -habría que hacer el conteo de los funcionarios, aún en ejercicio, que decían «no va a pasar nada»-, hasta han aparecido en masa los abogados, quienes por profesión encarecen cualquier pleito y buscan más clientes para litigar. Aunque no es menor cuánto dinero ganen, lo grave es que si aumenta el porcentaje de demandas al país se hará cada vez más difícil un acuerdo. Porque en una convocatoria, obvio, hace falta 70% de los acreedores dispuestos a resignar parte de sus reclamos y, si esa cifra se reduce, lo único que resta es un largo proceso judicial que en estos casos significa una marginación. Al menos para la Argentina.

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