(Enviado especial).- Pasamontañas. Sombrero. Guantes. Short de baño. Campera. Poncho impermeable. Bolsa portaequipo. Lentes para sol. Medias de algodón. Jarro de aluminio.
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La lista de prendas y elementos sugeridos por el amable Pancho Márquez -anfitrión y guía de este viaje- es nutrida pero simple. Todo está en orden, por ahora, y cuesta adivinar cuál es el ítem olvidado, aquel que aguardará el momento más inoportuno para hacer notar su ausencia.
Es la previa en San Juan y flota la expectativa y la ansiedad por lo que será el cruce de los Andes. Casi doscientos años después de la legendaria expedición las ventajas y comodidades de la vida moderna aligeran la travesía, aunque no del todo.
Es la época de la laptop, la cámara de fotos digital y las telas dry fry, pero el desafío es otro: la resistencia a un ascenso con variaciones de temperatura, un entorno hostil, la incomodidad propia de una mula y, justamente, el acceso restringido a las bondades de la electricidad, el agua corriente y el delivery a toda hora.
Seis días en la montaña, en la trincheras de Soler y el refugio de Ingeniero Sardina, la llegada a los 3.500 metros del Paso Valle Hermoso, cerca del límite internacional con Chile, y el trayecto por el Portezuelo de la Honda. Nombres que quizá la memoria alguna vez almacenó en la escuela, sitios que contemplaron el paso de miles de hombres que marchaban hacia una empresa arriesgada e incierta y que atesoran, para siempre, el latido de la Historia.
Desde este blog, un desafío agregado: reflejar del modo más real y más próximo las peripecias de la travesía para intentar plasmar los distintos colores que ofrece el cruce desde el punto de vista cultural, histórico y turístico.
Es el día previo. Con el misterio ineludible de toda expedición a punto de empezar y el orgullo íntimo de los convocados por emprender un camino que, alguna vez, estuvo reservado exclusivamente para gigantes.
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