«Arte originario: diversidad y memoria» reúne piezas arqueológicas pertenecientes a la Colección Guido Di Tella (como este «Suplicante»), la Facultad de Ciencias Naturales y el Museo de la Plata y la Cancillería argentina.
Después de cinco días de bombardeos artísticos en una importante vidriera como ArteBa, una cita a la que nadie quiere faltar y que en su versión 2009 volvió a mostrar, en general, la calidad y creatividad de artistas argentinos y extranjeros establecidos, sin contar las muestras del nutrido calendario artístico de la ciudad, vale la pena llegarse hasta el Museo Nacional de Bellas Artes.
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Allí, en el Pabellón de la planta baja, se encuentran la atmósfera y el silencio necesarios que depara «Arte Originario: diversidad y memoria», piezas arqueológicas pertenecientes a la Colección Guido Di Tella del Museo Nacional de Bellas Artes, la Facultad de Ciencias Naturales y el Museo de La Plata, y la Colección Francisco Hirsch de la Cancillería Argentina.
Su curador, José Antonio Pérez Gollán, actual director del Museo Histórico Nacional, explica en un ensayo que «la coherencia de este conjunto está dada por algunos de los temas medulares de la civilización andina: la imagen del jaguar (uturuncu) como metáfora del dios solar, el culto a los antepasados y el poder, el consumo de plantas alucinógenas para entrar en comunicación con los seres sagrados, la antigua práctica de las caravanas de llamas que vinculaba a sociedades que habían construido muy diversos paisajes, difundía ideas y bienes en un dilatado espacio geográfico».
La sala está en penumbra, las maravillosas piezas iluminadas dramáticamente, pantallas electrónicas con imágenes de geografías remotas, en su mayor parte del noroeste argentino y de un período entre los 1000 años a.c. y el siglo XV.
Pérez Gollán, basándose en algunas propuestas de la convergencia entre arte y arqueología que Alberto Rex González expusiera en textos fundacionales y fundamentales, trató de interpretar la iconografía de las placas de bronce del noroeste argentino como representaciones de la deidad solar andina, el «Punchao» así como los llamados «suplicantes» por los arqueólogos, esculturas en piedra de 30 cm de altura, seres humanos cuyas extremidades son dos arcos, el rostro hacia arriba, bocas y ojos como cilindros, nariz aguileña, que se encontraron ocasionalmente junto a máscaras y morteros y que pueden considerarse como el doble del hombre-dios, protector de la agricultura, colonizador del territorio y fundador del poblado.
El uturunco o felino está plasmado en las placas y hachas de bronce, en tatuajes corporales y faciales, hay pipas acodadas de cerámica con felinos, keros para brindis ceremoniales, huancas (palabra quechua), bloques de piedra tallados como estelas cilíndricas, objeto sagrado que representa a un antepasado de linaje.
Piezas de las culturas Condorhuarsi, La Aguada, Ciénaga, que conforman 2500 años de intensos procesos de transformación, de poder, de legitimación, de desigualdad social hereditaria, las élites que se atribuían poderes divinos a través del metal y del tejido, las diferentes entidades políticas que se repartían los territorios.
La muestra se completa con «La Pampa antes de 1879», un dibujo del mendocino Manuel José Olascoaga, artista, periodista y militar que participó en 1879 en la campaña al desierto bajo las órdenes de Roca. Pintó lo que vio como testigo y, por supuesto, desde una postura colonizadora.
En cambio, está Joaquín Torres García (Uruguay, 1874- 1949) que aspiraba a incorporar la actitud que permitió a las culturas arcaicas elaborar el sentido metafísico del que están dotados.y que influyó a muchos artistas de diferentes generaciones. Tal es el caso de dos argentinos que no lo conocieron por razones de edad, pertenecientes a lo que se dio en llamar el legado de la Escuela del Sur, Alejandro Puente (La Plata, 1933) y César Paternosto (La Plata, 1931), ambos combinan en estas obras de los 80 un sentido de identidad cultural en cuanto a latinoamericanos con la abstracción contemporánea.
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