“Recorriendo Benin, la que antes era Dahomey, entramos a una aldea perdida. Uno de nosotros se adelantó. Apenas lo vieron, dos niñitos escaparon llorando desesperados al interior de una choza. ¡Era la primera vez que veían gente blanca, y creyeron que se trataba de un demonio!” Quien recuerda esto es Pablo César, autor argentino de singulares obras, que ha vivido y filmado en Benin, Malí, Namibia, Angola, Etiopía, Costa de Marfil, y también en Túnez, Marruecos y la India. Pionero de las coproducciones con esos países, es un estudioso de las culturas africanas, y ahora también un investigador de las huellas que dejaron los esclavos a lo largo del país. Ya estrenó un documental, “Macongo, la Córdoba africana”, y prepara otros dos, a rodarse en Santa Fe y Corrientes. Dialogamos con él:
Pablo César, el cineasta de las culturas distantes
Diálogo con el director de "Macongo, la Córdoba africana", que se apresta a realizar otras dos películas. Rodó en Angola, Malí, Namibia, Etiopía, Costa de Marfil y otros escenarios.
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Periodista: ¿De dónde nace su interés por la cultura negra?
Pablo César: Siendo adolescente, yo salía con una chica, e íbamos a casa de Egle Martin y Lalo Palacios, que antes había sido esposo de mi tía Inés, y Egle nos contagiaba su pasión por la música brasileña y africana. Después empecé a leer sobre las culturas de distintos pueblos, misterios como los dibujos con enunciados matemáticos en el norte del Congo, o los conocimientos avanzados de astronomía de los dogón, confirmados recién en los 90 por el telescopio Hubble. Ese mundo siempre me deslumbra. Pero hay algo anterior, muy curioso. ¿Notó al comienzo de mi documental una voz que dice “El arroyo se llama Macongo”? Es la voz de mi tía, ya de 95 años, recordando el lugar donde yo pasaba las vacaciones cuando niño. Me enviaron la grabación hace poco, y al oírla me apareció como un flashback la imagen de mis pies chiquititos entrando al agua, y junto a ella la memoria de otros nombres bantúes diseminados por las Sierras Chicas de Córdoba. En el film charlo con afrodescendientes que residen por la zona, investigadores, un vecino que recuerda a los gauchos negros, muy bravos, y busco las vírgenes morenas de las capillas, visito la escuela de Cabinda, llamada Rafael Obligado por el autor de ese hermoso poema “El negro Falucho”, confirmo que hay un gran olvido en nuestra historia. Le recomiendo entre otros el “Diccionario de africanismos del Río de la Plata”, de Néstor Ortiz, y “Negro y tambor. Poemas, pregones, danzas y leyendas”, de Rubén Carámbula, 1952. Ahí aparece, por ejemplo, una expresión yoruba que es el origen del arrorró, el canto de las nodrizas.
P.: Usted ha hecho ficciones, poemas cinematográficos, ¿qué lo llevó al documental?
P.C.: La pandemia. No podía hacer ficción porque en esos días los actores no podían ni tocarse. Además siempre me gustaron los documentales. A éste traté que fuera ameno, de conversaciones, recorriendo lugares, incluso me puse alguna ropa que traje de Malí, no pude evitarlo. Ahora preparo otro sobre el culto al Santo Rey Baltazar en Goya, Corrientes, donde todavía se cumple la ceremonia africana más pura que pueda verse en la Argentina de hoy, como lo estudió el antropólogo Pablo Sirio. Son importantes las sociedades secretas de las máscaras, con sus significados espirituales. Y otro proyecto, “Santo Tomé, la Santa Fe Africana”, se encuentra en instancia de reconsideración en el INCAA. Lo presenté en setiembre del año pasado. No sé cuál es la política que siguen.
P.: ¿Cómo fue su experiencia con ese organismo a lo largo de los años?
P.C.: En general ha sido buena, aunque la primera vez que solicité apoyo para viajar a unos festivales de Europa del Este dijeron que era comunista. Se corrió esa bola. Cierto que justo estaba estudiando ruso, pero también estudiaba árabe, me gusta aprender idiomas. Sólo en 1998 tuve un feo incidente, no con Julio Mahárbiz ni con Tomaselli, que era un encanto de persona, sino con el contador. Yo había rodado “El jardín de Afrodita” en un lugar hermoso de Malí. Sin hoteles, dormíamos en chozas, un calor terrible, pero hermoso. El problema es que después los rollos con el principio y el final, donde había filmado una caravana de camellos, nunca me llegaron. Debía volver y filmar eso de nuevo, urgente, porque pronto empezaba la temporada de lluvias, y para volver necesitaba cobrar la cuota de un crédito del INCAA, pero el contador no me atendía. Un día estuve en la antesala desde las 10 hasta las 17, hasta que se dio por vencido y me atendió. Pero me dijo “Mentira que vas al África, para mí que te vas a las dunas de Villa Gesell con unos negros catinga”. No le contesté porque necesitaba cobrar de una buena vez.
Después en universidades de EE.UU. hubo ponencias sobre la película, se editó un libro, “Hermes and Aphrodite Encounters”, con un ensayo de Lieve Spaas, “Aphrodite and Colonial Politics”, muy interesante.
P.: Pensando en esos dos niños que nunca habían visto un blanco, ¿de qué forma están viviendo los niños como esos el salto al siglo XXI?
P.C.: Hay cambios muy acelerados, especialmente en Nigeria y Etiopía. Y hay otros saberes, transmitidos de forma oral, que todavía sorprenden. Lo confirmé mientras filmaba en Namibia “El cielo escondido”. Gente que vivía en chozas conservaba encriptados el teorema de Pitágoras y la teoría del big bang. Y los dogón conocían estrellas que Europa descubrió mucho después. ¿Acaso tenían una vista más privilegiada? ¿O contactos con civilizaciones superiores, luego desaparecidas? Un etnólogo, Marcel Griaule, que los visitó desde 1931 hasta los 50, fue bendecido por ellos, y le contaron sus cosmogonías. Lo querían mucho. En 1956, cuando supieron de su muerte, le dedicaron ceremonias fúnebres a lo largo de 14 días. Pero a su libro póstumo, “Le renard pale”, el zorro pálido, historia de la creación del universo según los dogón, el editor lo subtituló “Evidencias de contactos extraterrestres 5.000 años atrás”. Entonces empezó el turismo. La gente va a las aldeas y les pregunta a los ancianos “¿usted tuvo contacto con marcianos?” Ahora no lo quieren tanto a Marcel.
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