2 de enero 2007 - 00:00

Borges inspira a 25 conocidos arquitectos

Obra de Jorge Turjanski, uno de los veinticincoarquitectos argentinos convocados parala muestra de dibujos que, tomando comoeje «Fervor de Buenos Aires», se expondráen el Instituto Valenciano de Arte Moderno.
Obra de Jorge Turjanski, uno de los veinticinco arquitectos argentinos convocados para la muestra de dibujos que, tomando como eje «Fervor de Buenos Aires», se expondrá en el Instituto Valenciano de Arte Moderno.
En 1921, volvía a Buenos Aires, después de siete años en Europa, un joven porteño que estaba empezando a ser poeta. Era Jorge Luis Borges, entonces de 21 años que había residido en París, en Ginebra, en Barcelona, en Sevilla, en Madrid. Pero su regreso a Buenos Aires «era algo más que un retorno: era un descubrimiento: podía ver a Buenos Aires con lucidez y avidez», escribió más tarde. «Los años que he vivido en Europa son ilusorios, / yo estaba (y estaré) siempre en Buenos Aires» escribió en su primer libro de versos «Fervor de Buenos Aires». La idea de ese título será el eje de una muestra de dibujos que veinticinco arquitectos argentinos presentarán en 2007, en el IVAM, Instituto Valenciano de Arte Moderno, invitados por su Directora, Consuelo Ciscar. Se expondrán ochenta dibujos de Federico Aja Espil, Mario Roberto Alvarez, Miguel Baudizzone, Jacques Bedel, Rubén Cherny, Roberto Converti, Mederico Faivre, Jorge Morini, Jaime Grinberg, Rodolfo Miani, Oscar Soler, Justo Solsona y Clorindo Testa, entre otros arquitectos.

Desde los primeros tiempos el hombre se expresó por el dibujo, no sólo en los muros y techos de las cuevas y los espacios que habitaba, sino también en la ornamentación de sus utensilios, sus armas y sus herramientas. El dibujo entró en la casa del hombre, anticipándose a la palabra, en función seguramente ritual y mágica. Más tarde protagonizó un acto no menos ritual y mágico: el dibujo de los edificios del hombre. Absurdo es creer que los templos, palacios y viviendas de Ur, Tell el Amarna, Asur y Mohenjo-Daro hayan sido alzados sin imagen ninguna a la vista, y lo mismo sucede con el complejo funerario de Saqqara, en Egipto, y su pirámide escalonada (obra de Imhotep, el primer arquitecto de quien se tiene conocimiento, que actuó en el III milenio a.C. y fue divinizado a su muerte), el Partenón, las termas de Caracalla y las construcciones de Chichén Itzá y de Teotihuacán. Sin embargo, nada quedó de estos diseños.

  • Evolución

  • Tampoco la Edad Media ha dejado rastros numerosos de la escritura arquitectónica por excelencia: sólo se menciona el Album de anotaciones, croquis y planos del arquitecto francés Villard de Honnecourt (1190-1260), descubierto en el siglo XIX. Le correspondió al período del Renacimiento instituir la representación de la arquitectura y establecer el reinado del dibujo mismo. Ese primer medio quedó subordinado a la pintura y la escultura, de las cuales pasó a ser antecedente preparatorio: el fresco, el cuadro, la estatua, eran proyectados, para los clientes, por medio del dibujo.

    Varios elementos concurrieron a la emancipación del dibujo: el uso del papel, que se generalizó a comienzos del siglo XV (en sustitución de la tablilla de cera y el pergamino); el empleo de instrumentos como el carboncillo, la sanguina y la tiza, que acrecientan las posibilidades gráficas del dibujo, sumándose a la pluma (animal o vegetal) y a las puntas de plata y de plomo; la mejora de las tintas; y el recurso a la aguada más la utilización de pinceles. La independencia del dibujo, que irradió desde la Toscana hacia toda Italia y toda Europa, se desenvolvió a lo largo del XVI, hasta el punto que llegó a ser considerado el fundamento de las artes visuales y la arquitectura: Leonardo le asignó un lugar esencial como «medio de conocimiento».

    Estas ideas se vieron afirmadas en el XVII y el XVIII, gracias a una práctica cuantitativa y cualitativa. Los retratos, las caricaturas, los bocetos y las ilustraciones contribuyeron a la emancipación del dibujo. Pero también la arquitectura hizo un aporte esencial y creó un arte propio, el de la representación arquitectónica. Representar es el significado primario de «dibujar. Desde el punto de vista sociocultural, la representación es el conjunto de manifestaciones por medio de las cuales una sociedad expresa y realiza sus modos de vivir y pensar, su concepción del mundo, sus creencias y valores, su literatura y su arte. La arquitectura integra ese sistema y ayudó a establecerlo, por eso puede definirse como la invención de un paisaje cultural, que supone acuerdos entre espacio geográfico y tiempo histórico, entre sociedad y arte. La consistencia auténtica de la arquitectura reside en su «ser un lugar», en su «producir un lugar», como fruto del encuentro enriquecedor de las culturas regionales.

    En el caso singular de Buenos Aires, Borges en un poema sintió a su ciudad «tan eterna como el agua y el aire». Sin duda, Buenos Aires no es eterna, como afirmaba nuestro poeta, uno de los máximos escritores del mundo contemporáneo, quien decidió morir en Ginebra para evitarle a su ciudad el espectáculo de ese viaje definitivo. Pero si es cierto que Buenos Aires merece ser descubierta «con lucidez y avidez», como Borges se propuso hacerlo y como lo han hecho sus arquitectos de hoy cuyos dibujos se expondrán en el IVAM de Valencia.

    Cuando fue Capital de un Virreinato -entre 1777 y 1810, poco más de 30 años-, Buenos Aires era casi una aldea que no se extendía más allá de la actual Plaza de Mayo. Pero, una vez independizada de España, Buenos Aires fue creciendo. Pero fue sólo en 1880, convertida en Capital de la República, cuando comenzó su existencia como la gran ciudad de América latina. La Argentina inició la era de su modernización desde Buenos Aires y con Buenos Aires. Arquitectos franceses, británicos y alemanes fueron cubriendo Buenos Aires de estupendos edificios públicos, casas de departamentos, residencias palaciegas. Paisajistas famosos crearon plazas, parques, paseos y jardines. En los tiempos del tranvía, Buenos Aires tuvo 850 kilómetros de rieles, y fue por eso, reconocida en el mundo entero como «la capital del tranvía». El primer subte de América latina circuló por sus entrañas en 1913.

    En 1929, nada menos que Le Corbusier afirmaba que en Buenos Aires había «sonado la hora de la arquitectura». Entonces, nuestra ciudad era «la París de América». Poco a poco, los estilos modernos la empezaron a singularizar, lejos de París y Nueva York, y cerca de su propia idiosincrasia. Razón tenía Le Corbusier, y los arquitectos argentinos comenzaron a esbozar otra ciudad de torres de oficinas y viviendas, que iría extendiéndose entre los grandes palacios Beaux-Arts y los edificios Art Nouveau y Art Deco.

    Toda la ciudad ha ido renaciendo, aún en los últimos tiempos, en sus construcciones antiguas, que son recuperadas y recicladas, empezando por los viejos mercados, y siguiendo por los edificios de la avenida de Mayo -la primera en su tipo de la América latina, habilitada en 1894-, las Galerías Pacífico, los galpones de Puerto Madero, el Asilo de Ancianos, y otros tantos testimonios del paisaje urbano de ayer y de siempre. Nuevos parques, nuevas calles y avenidas se han ido sumando a la ciudad. Terrenos largamente vacíos son por fin ocupados, por rascacielos como el distrito de Catalinas Norte, al borde del reconquistado río fundador.

    Buenos Aires también ha suscitado un torrente similar de narrativa, poesía, teatro, música y memorias. El poeta nicaragüense Rubén Darío, que lanzó desde Buenos Aires la revolución modernista en la literatura en lengua española, a fines del siglo pasado, llamó a Buenos Aires: Cosmópolis. Y quién sabe si esta ciudad no es una sucursal del cosmos, y por eso, tan eterna como el agua y el aire, según quería Borges.

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