14 de enero 2003 - 00:00
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A instancias del cardenal Richelieu, en 1687, la Academia Francesa se reunió para escu-char la lectura de «El siglo de Luis el Grande» de Charles Perrault. « Yo miro a los anti-guos, sin hincarme ante ellos. Son grandes pero son hombres como nosotros. Y con toda justicia podemos comparar, al Siglo de Luis con el Siglo de Augusto», afirma en el comienzo. La obra era un home-naje a Luis XIV, el Rey Sol, pero no sólo encomiaba al soberano absolutista de Versailles sino también al florecimiento de las artes y las letras en la Francia de entonces.
Frente a la devoción por lo clásico, la postura de Perrault sonaba a herejía. Nicolás Boileau-Despréaux consideró que se trataba de un insulto al arte y a la Academia. El episodio tuvo tanta resonancia que se convirtió en símbolo de la ácida controversia desatada, en la segunda mitad del Seiscientos, entre quienes se autodenominaron antiguos y modernos («Querelle des anciens et des modernes»).
El debate suscitó cartas y tratados, pero se afianzó cuando Boileau publicó, en 1673, «L'Art poétique», el mayor alegato de los clasicistas. Boileau atacó a su colega con una serie de epigramas. Por su parte Perrault, más sensato, formuló las nociones y propuestas de su escuela, y en 1688 inició la difusión de su ensayo en forma de diálogo «Parallele des Anciens et des Modernes». Alcanzó celebridad con la recopilación de sus relatos en prosa, «Histoires ou Contes du temps passé» (también llamados « Cuentos de mi madre la Oca»). Perrault había asumido el liderazgo de los modernos y los dotó de una doctrina, pero también con sus cuentos inició el modernismo. Tres de ellos, en verso, entre los cuales figura «Piel de asno», fueron reunidos en una publicación de 1694.
Ocho más, en prosa, salieron en 1697 («La bella durmiente del bosque», «Caperucita roja», «Barba azul», «El gato con botas», «Cenicienta», «Pulgarcito»).
La literatura antigua no había producido nada similar a estos cuentos, tan distintos de las fábulas. Los relatos provenían del patrimonio folklórico europeo, de sus novelas medievales, de sus tradiciones populares anónimas. El genio de Perrault consistió, en retomar esas historias dándoles una nueva dimensión.
En estas prosas aparecía la sociedad de entonces, con sus desigualdades y sus mezclas, sus formas de vida, a la manera de una representación moderna de la Comedia humana. Coincidente con la perspectiva de Perrault, que desarticuló a Boileau en la «querella» de clásicos y modernos, Rembrandt ya había abandonado los mode-los clásicos y anticipó la figuración moderna, con sus pinturas, grabados y dibujos.
La independencia de la gráfica se había irradiado desde la Toscana hacia toda Italia y en definitiva a toda Europa, a partir del XVI, hasta el punto de que llegó a ser considerada el fundamento de las artes visuales y la arquitectura. Leonardo le asignó al dibujo un lugar esencial en la pintura como «medio de conocimiento». Estas ideas se vieron afirmadas en el XVII, gracias a una práctica cuantitativa y cualitativa, que, con el talento creador y la pericia técnica pusieron en evidencia artistas como Rembrandt van Rijn (1606-1669).
Los retratos y los bocetos del gran maestro holandés, contribuyeron a la emancipación del dibujo. El siglo XVII, que le tocó vivir a Rembrandt, realzó el esplendor del barroco, un arte dinámico, donde la acción y la pasión determinaron las obras e incluyeron al observador. Gracias a la encendida movilidad de los temas y la audacia de los medios formales, los grabados de Rembrandt sacaron al espectador de su actitud contemplativa y lo envolvieron en una pródiga relación artista-público.
Las poéticas del barroco desarrollaron un verdadero desarraigo de la tradición metafísica y fueron, por ello, anticipadoras de un fenómeno característico de la cultura moderna: la liberación del arte de las propuestas miméticas. El delirio barroco se desplegaba entre contrastes: formas pequeñas y grandes, cercanas y lejanas, entre lo cóncavo y lo convexo, entre la luz y la oscuridad.
Pero tales oposiciones eran superadas por una síntesis, que constituía el ideal del arte barroco. Su objetivo era una realidad en que lo natural y lo sobrenatural concurrieran para establecer una amalgama espectacular. En el terreno de las artes visuales, desde el punto de vista técnico, los pintores recurrieron a la intensificación de los efectos luminosos para traducir el dinamismo y la profundidad del espacio. Al convertirse la luz en el elemento esencial de sus obras, Rembrandt recobró la fuerza de lo lineal y las escenas devinieron en teatrales y, en muchos casos, violentas. Una de las piezas más importantes de la Colección del Museo es su «Retrato de la hermana Lisbeth van Rijn».
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