Intensa interpretación de Sandra Hüller (muy lejos de Linda Blair), arrastrada por dos
personajes que no entienden de qué se trata.
«Requiem» (íd., Alemania, 2006; habl. en inglés). Dir.: H.-C Schmid. Int.: S. Hüller, B. Klaußner, I. Kogge, A. Blomeier. Proyección en DVD.
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"Requiem" es la respuesta alemana a la película hollywoodense «El exorcismo de Emily Rose», vista en la Argentina hace dos años. Esta última se había apropiado de un caso clínico ocurrido en 1968 en el pequeño pueblo alemán de Klingenberg, cuando la estudiante Anneliese Michel empezó a experimentar, a los 16 años, convulsiones alucinatorias que los médicos diagnosticaron como desorden epiléptico-psicótico, y más tarde la Iglesia como posesión diabólica.
En 1974, pese a los largos años de medicación, los ataques no cesaban; fue entonces cuando los padres de la joven, muy creyentes, solicitaron la intervención del obispo de Würzburg, quien tras varios meses de verificaciones terminó autorizando a los sacerdotes Ernst Alt y Arnold Renz a practicarle un exorcismo. Las sesiones se extendieron hasta julio de 1976 cuando Anneliese, quien ya no ingería comida ni fármacos, murió anémica y con fracturas óseas provocadas por la violencia de las convulsiones y lo extenuante de los ejercicios espirituales. Tanto los sacerdotes como la familia, que solicitó y alentó el exorcismo (en cuyo transcurso le suspendieron el suministro de remedios), fueron juzgados por homicidio culposo.
El film de Hans-Christian Schmid prescinde, desde luego, de los irrenunciables efectos especiales sobrenaturales y con aroma a azufre de la versión norteamericana. Nada más lejos, ahora, de la intención de hacer saltar al espectador en la butaca; tampoco interesan las derivaciones jurídicas tras la muerte de la estudiante, medulares en «El exorcismo de Emily Rose» (la fe opuesta a la razón). Tan austero es «Requiem» que ni siquiera se muestra, más allá de una placa negra explicativa, el desenlace de la historia. A través de una visceral interpretación de Sandra Hüller, cuyo personaje ahora se llama Michaela, los retorcimientos físicos y espirituales de la «posesa» enjuician en cambio el saber clínico contemporáneo (qué hacer y dónde ubicar a alguien que escapa a todo diagnóstico), al igual que las contradicciones de la política religiosa (los sacerdotes aseguran la existencia del Diablo en lo simbólico, pero se manifiestan súbitamente agnósticos cuando se les puede tornar real).
Nada da cuenta de lo que ocurre en la mentey el cuerpo de Michaela: ni esa madre fanática religiosa, casi al estilo de Piper Laurie en «Carrie», ni ese padre dominado y de escasa autoridad, ni esos sacerdotes hostiles, ni ese aislamiento social que logra, sin embargo, ir quebrando poco a poco hasta llegar inclusive a sostener una improbable relación amorosa. Su caso es tan único e inclasificable como para quedar aislada en el peor y más grotesco de los lazaretos: la impotente mezcla real de la medicina con el exorcismo. El film echa una mirada minuciosa, tal vez demasiado parca, y expone sin interpretación alguna.
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