Esta película es una sorpresa muy agradable para el amante del buen cine que a veces no sabe qué es peor, si las simplificaciones de la industria hollywoodense o el trascendentalismo «indie». Técnicamente independiente (costó 2,5 millons de dólares), pero con una ayudita de la Fox, se trata de un film que va creciendo ante los ojos del espectador, mientras los personajes van ganando su simpatía. El autor, director y protagonista es Zach Braff, un joven actor hasta ahora no muy destacado, que debuta como realizador con una historia levemente autobiográfica que retrata a su generación sin caer en las infantilizaciones habituales, ni intelectualizar las cosas como para no representar a nadie.
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Tanto Braff como Andrew, su personaje en «Tiempo de volver», nacieron en Nueva Jersey (el «Garden State» del título original) y los dos tratan de ganarse la vida en Hollywood, aunque al personaje le va algo peor ya que sólo le ofrecen « papeles de retardado». De entrada se ve que algo raro pasa con este joven de expresión detenida entre la duda y la sorpresa, que despierta de un mal sueño en una especie de cuarto hospitalario (el suyo) justo cuando el padre le está anunciando en el contestador que su madre ha muerto. Un vistazo a su placard permite vislumbrar una innumerable cantidad de medicamentos cuidadosamente apilados, y la sucesión de pequeñas escenas que siguen dejan bien en claro su estirpe perdedora.
Lo próximo es el regreso de Andrew para asistir al entierro materno en su ciudad natal, que no pisa desde hace 10 años, y donde -a medida que él se reen- cuentra con lo poco que le queda de familia y los viejos amigos, el relato adquiere el tono melancólico que ya no habrá de abandonar hasta el final; tono iluminado por un humor que nunca llega al gag, pero que justamente por eso sorprende y hace reír a carcajadas.
Mientras rehúye la imposible comunicación con su padre psiquiatra (el responsable de que viva medicado desde la infancia, algo que fue hecho con sanas intenciones) y trata de relacionarse con sus amigos (un enterrador, un inventor y un policía entre otros), el protagonista conoce a una chica no menos extraña (NataliePortman) que habrá de ser esencial en el cambio que se avecina, gracias también, todo hay que decirlo, a que se olvidó los antidepresivos en Los Angeles.
Aunque acá no hay ningún «misterio» en el sentido tradicional, no conviene saber de antemano lo que Braff va revelando con una naturalidad y una delicadeza para el detalle que sin duda es el secreto para que su película cautive como lo hace. Su minimalismo es lo suficientemente inteligente y sensible como para que se filtren interesantes apuntecitos sobre cómo es tener veintipico hoy (en Estados Unidos básicamente, sí, pero con resonancias en todo sitio), el concepto de normalidad, la dudosa diferencia entre las drogas legales y aquellas que no lo son, los secretos familiares, el miedo al sufrimiento, el amor, etcétera, etcétera. Todo eso, la sólida construcción de cada personaje y la dirección de actores -entre los que además de Braff, se destacan el creíble encanto de Natalie Portman, el gran Ian Holm como el padre, y un estupendo Peter Sarsgaard como el buen amigo fumador de marihuana impenitenteredimen el convencional desenlace y algunos otros pecadillos de debutante. Lo mejor es que, por todo lo demás, ésta no parece una ópera prima.
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