La pandemia de coronavirus está teniendo efectos inmediatos tan dramáticos a nivel sanitario, y por extensión sobre el comportamiento social y económico, que razonablemente las urgencias del presente desvían la atención de sus efectos en el mediano y largo plazo, en particular aquellos sobre la economía mundial, las relaciones internacionales y el equilibrio global.
Coronavirus y globalización: ¿vivir con lo nuestro?
El coronavirus está teniendo efectos inmediatos tan dramáticos a nivel sanitario, y por extensión sobre el comportamiento social y económico. Las urgencias del presente desvían la atención de sus efectos en el mediano y largo plazo, en particular aquellos sobre el equilibrio económico global.
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El mediano plazo – entendido como la salida de la cuarentena y el aún incierto momento post-pandemia – suscita ya cierta atención, sobre todo en economistas y empresarios, y no sin razón. Se perfila una dramática caída de la actividad económica, y por extensión de la riqueza global, mayor a cualquier crisis registrada desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. En el caso argentino la probable magnitud de la recesión inducida por las medidas de aislamiento social y la disrupción de la actividad económica se suma a varios años de caída del nivel de actividad y a la incertidumbre de la renegociación de la deuda en este entorno, por lo que hoy no es prudente estimar el nivel de la caída, ni la velocidad de la recuperación.
Pero de las crisis agudas se sale con cambios estructurales, que hoy no son completamente previsibles pero que empezarán a preocuparnos cuando podamos ver un poco más lejos.
Esos cambios están relacionados con una de las manifestaciones más relevantes de la pandemia: los efectos no deseados de la globalización de la economía y su vinculación con las reacciones humanas y políticas en esta etapa de la historia.
Son muchas las preguntas que surgen, pero una de las más relevantes es si el modelo de globalización imperante hasta que se desató la pandemia saldrá más o menos indemne o no de la crisis, y en caso de que perdure, con qué características modificadas respecto a su situación original.
La globalización imperante se consolidó a partir de la caída del muro de Berlín, con la consolidación del capitalismo como modelo dominante, con una virtual desaparición de la amenaza de conflictos globales, con EEUU como líder mundial y con ningún país que por sí mismo pudiera discutir su preeminencia, con el fortalecimiento de instituciones globales o regionales de gobernanza y con un aumento de la confianza global.
Lo anterior permitió que la mayoría de los países abandonaran sus objetivos de autosuficiencia y descansaran en las redes de provisión globales. A modo de ilustración, la red de proveedores del primer y segundo anillo de una de las compañías que fabrican aviones de pasajeros abarca casi cincuenta países y más de 3.000 empresas.
La economía dominó la política, al diluir las fronteras, y al transformar los objetivos de eficiencia productiva en intereses de política exterior de cada Estado. Esto se vio acelerado porque las grandes empresas – en particular – se beneficiaron fuertemente de la globalización de la producción, no solo en los aspectos productivos sino también impositivos y financieros. De alguna forma, se realizó la famosa utopía de Jack Welch, el controvertido CEO de General Electric, quien deseaba que cada fábrica de su empresa estuviera en una barca, para llevarla al país más barato y producir desde allí, y cambiar de puerto cuando apareciera otro aún más conveniente.
La globalización muestra, claramente, luces y sombras. Últimamente, éstas cobraron mayor relevancia, resaltadas tanto desde la izquierda como desde la derecha (para mantener las venerables categorías de opinión). La primera le critica, entre otras, la creciente y profunda desigualdad de ingresos y de oportunidades, así como el preocupante costo ambiental. La derecha, por su parte, teme por la debilidad y, en muchos aspectos, la dilución de los Estados nacionales y por un juego geopolítico multipolar que es mucho más incierto que la vieja y confortable Guerra Fría.
Así, en los últimos años EEUU, Trump mediante, empezó a cuestionar la globalización a partir de que China comenzó a amenazar uno de los pilares de la globalización: la dominancia de EEUU como líder mundial.
La crisis del coronavirus desnudó otras debilidades del sistema. Por un lado, quedó en evidencia que globalización no es igual a gobernanza global. Ni las Naciones Unidas, ni la OMS, ni Europa en su espacio o los EE.UU. en el mundo promovieron o lograron una respuesta coordinada ante la amenaza. Los países reaccionaron siguiendo intereses nacionales: se aseguraron fronteras adentro (a pesar de los compromisos y obligaciones existentes), y después, si les quedó tiempo y recursos, atendieron a otros. La reacción no coordinada de la UE es un antecedente importante sobre el tema. La apropiación de los cargamentos en tránsito es otra. Como un reductio ad absurdum, esa actitud de “sálvese quien pueda” se reprodujo al interior de los países, con provincias o estados subnacionales cerrando sus fronteras o, como en el caso argentino llegando al extremo de intendentes bloqueando rutas con camiones de tierra o estableciendo “toques de queda” municipales.
Por otro lado, frente a la falta de producción por la cuarentena tuvo un tremendo impacto sobre la confianza en el proveedor externo en un mundo donde el 20% de los bienes intermedios que se producen en el mundo se originan en China y los cuestionamientos a no contar con industria nacional. En consecuencia, se reforzó la preferencia por “lo local” que ya expresaban muchos consumidores de Europa y los Estados Unidos, expandiéndose por otros eslabones de las cadenas productivas, y fortaleció las nuevas versiones del “vivir con lo nuestro” impulsadas por la actual administración norteamericana, el ex ministro italiano Salvini y otros.
El primero tiene que ver especialmente con las potencias militares EEUU, China y Rusia y en menor medida Europa. En el caso de Estados Unidos, probablemente haya una mayor orientación a la compra y el desarrollo local; es esperable que los proveedores de partes y piezas localizados en el NAFTA y países aliados de EEUU sufran alguna reversión de sus procesos de producción. A esto debe sumársele una visión amplia de la seguridad, que involucre al petróleo, los dos sectores mencionados arriba (salud y alimentación), pero también la internet, el desarrollo tecnológico, el transporte y la producción aeronáutica y espacial.
En salud, las actividades de investigación y desarrollo deberían sufrir un impacto directo, empezando por una mayor dificultad en compartir información científica entre investigadores de distintos países. La producción de equipos y drogas básicas será otra actividad que tenderá a la “desglobalización” sobre todo en los países centrales como EEUU y UE. Aquí tanto China como India y en algún caso la misma UE pueden ser afectadas.
Por último, los alimentos. Hoy las redes de abastecimiento están muy extendidas y operan en muchos casos casi just in time. El efecto de la pandemia será, seguramente, la vuelta a los stocks estratégicos, al rol del estado como gestor asegurando la seguridad alimentaria, y a la promoción de producción local para asegurarse el abastecimiento de la población.
En este panorama surgen al menos dos preguntas. La primera es en cuanto tiempo se notarán estos efectos, o si la potencia de los factores pro globalización (por ejemplo, la elevada interconexión de datos y comunicaciones) logrará reconstruir los pilares de la globalización (cuando ya algunos de ellos estaban empezando se ser cuestionados antes de la pandemia) y dar paso a una mejor versión de la misma (una versión mundial del “volvimos, pero mejores”).
La segunda pregunta es cuánto de todos estos cambios afectan a la Argentina en su (casi único) vínculo con el mundo: el de proveedor global de alimentos.
Es claro que no todos los países pueden producir los que necesitan para alimentar a sus poblaciones, pero es probable que los que puedan empiecen a reestructurar sus sistemas de abastecimiento teniendo en cuenta la seguridad alimentaria. Esto implicaría una vuelta al fomento de la producción local y al aseguramiento de las estructuras logísticas de aprovisionamiento incluyendo los stocks de seguridad e intervención.
Conviene notar que, al menos en el mundo desarrollado, muchos consumidores estaban ya privilegiando el consumo local (el movimiento de “kilómetro cero”) y rechazando la “huella de carbono” de un bife o una galletita de Argentina. Estos consumidores aceptarían, hasta cierto punto, un aumento de los precios internos de los alimentos si los mismos son producidos localmente.
También hay que recordar que la dilaciones para la firma del tratado de libre comercio UE – Mercosur no provinieron solamente las objeciones sobre el impacto en la industria del Mercosur sino en gran parte por el impacto sobre los agricultores europeos.
En este contexto, un escenario de precios a la baja y mayores dificultades de colocar productos alimenticios argentino tiene una probabilidad no menor de materializarse. Si así sucediera, Argentina se vería afectada en uno de sus puntos más sensibles: la generación de dólares a partir de la exportación alimentos.
De este modo, no es un escenario improbable que en el período post pandemia – y por varios años – nuestra sociedad tenga que lidiar no solo con los costos humanos de la misma, con un sector productivo muy golpeado por la interrupción de la actividad, con los efectos de un estancamiento que lleva años, con una negociación de la deuda que genere pesadas cargas sino también con un mundo donde los países se cierran en sí mismos, quedando nosotros afuera. Sería conveniente comenzar a pensar cómo transitar ese escenario.
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