Nuevo enigma en los mercados: tasas de largo plazo en EE.UU.
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Conectar la suba de tasas largas con el riesgo de inflación es un juego de niños. Y, también, un error profesional. Es verdad que las tasas de largo plazo suelen subir de la mano con las expectativas de inflación. Pero ése no es el caso que nos ocupa. Son las tasas reales de interés las que están escalando. No se advierte ningún ascenso, en cambio, en las primas por inflación.
Si se analiza el espectro de los cinco años (más sensible a los cambios de percepción, sin abandonar el tramo largo de la curva de bonos del Tesoro) se observa, en comparación con principios de mayo, que las expectativas de inflación, inclusive, bajaron levemente. La tasa de interés real ha subido 70 puntos base. El tipo de interés nominal aumentó menos: 48 puntos base. La tasa que las arbitra -una aproximación a lo que se espera sea la inflación anual promedio en los próximos cinco años-se ubica en 2,33%. Esas expectativas -siempre bien contenidas a lo largo de todo el ajuste monetario que comenzó en junio de 2004- guardan la llave de los movimientos de la Fed. Cuando entonces Greenspan dio el puntapié inicial --subiendo la tasa a 1,25%- se ubicaban en 2,50%.
Es más: 2,33% es una expectativa de inflación referida al índice de precios minoristas (CPI). La crítica usual acerca de la utilización de mediciones núcleo -que excluyen alimentos y energía-no ha lugar aquí. Y si se ajusta ese 2,33% por la brecha estándar entre el CPI y la medida favorita de la Fed -la versión núcleo del gasto del consumo personal (PCE)- se advierte que la inflación esperada se ubica dentro del rango de estabilidad de 1%-2% preconizado por las autoridades. De igual manera, si se toman los últimos doce meses transcurridos, el indicador predilecto de la Fed arrojó una variación de 2% en abril. Por primera vez desde febrero 2006 volvió al redil de la estabilidad. Igualó, además, sus valores mínimos desde 2004. Habrá razones para que la Fed se preocupe por la inflación mientras persista el shock de los precios de la energía. Pero no hay más motivos hoy que los que se cargan en las alforjas hace ya mucho tiempo.
¿Entonces, por qué se elevan las tasas reales? ¿De dónde aflora esta urgencia sin antecedentes cercanos? Bolsas en terreno récord, economías (en apariencia) libres de contagio, el alud de compras de empresas a precios generosos. Una curva de rendimientos que, primero, se aplana y, luego, se empina con gran decisión. Todo ello sintoniza el mismo dial de las tasas de largo plazo. La tesis es obvia: la economía de los EE.UU. va camino a una recuperación robusta. Que esta expectativa esté bien fundada o no, por supuesto, es harina de otro costal.
Nada más fascinante, pues, que asistir a esta definición. Una economía sólida, desde ya, torna compatible la convivencia entre altas tasas reales y cotizaciones pujantes en la Bolsa (amén de permitir que las fusiones y adquisiciones prosperen aun cargando pasivos elevados). Los cimbronazos de hoy, en ese marco, son un deslizamiento tectónico de transición; quizá inevitable para que emerja una nueva geografía. Si, en cambio, la realidad prueba ser mezquina -lo hizo a principios de año-, y la recuperación es tenue o se dilata, la cresta de las tasas reales -no hay mal que por bien no venga-servirá para darles el tiro de gracia a los corcovos de la inflación. Jeff Lacker estará conforme. Los efectos reales serán adversos --habrá que pensar en el sector inmobiliario, el consumo de bienes durables, el gasto de capital de las empresas como áreas sensibles-pero su cuantía dependerá, en última instancia, de cuán rápido se advierta el error.
¿Qué hará la Fed entretanto? Nada. Ya posee el mejor palco. Y a su única objeción novedosa -el riesgo que toman los bancos en su exposición creciente hacia los fondos de capital privado (private equity)-no le vendrán mal los paños fríos.
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