15 de marzo 2013 - 10:10

El Papa a Río en julio. Ya lo esperan en Buenos Aires

Juan Pablo II.
Juan Pablo II.
Los amigos de Bergoglio lo esperan en la última semana de julio en Buenos Aires. c El nuevo papa irá en esa fecha a Río a la Jornada Mundial de la Juventud, un compromiso que Benedicto XVI vio como arriesgado para su salud, y pudo haber motivado la renuncia al Papado. c La llegada coincide con el comienzo de la campaña electoral para las primarias decisivas del 11 de agosto.



Un mensaje casi celestial que llegó en la mañana de ayer desde Roma pareció confirmar una frase ambigua del vocero del Vaticano, pero para los enterados ya tiene fecha precisa: en la última semana de julio, Jorge Bergoglio, hoy Francisco puede estar en la Argentina como una etapa de su viaje a Río de Janeiro entre el 23 y el 28 de ese mes para la Jornada Mundial de la Juventud, encuentro al que han ido siempre los papas y al que asistirán más de dos millones de fieles. El último viaje de Juan Pablo II en 1987, cuando gobernaba Raúl Alfonsín, fue precisamente para participar de esa Jornada. Para los vaticanistas que ven debajo del agua la incapacidad de Benedicto XVI de participar de ese encuentro, fue uno de los principales motivos de su renuncia en febrero pasado. Si se cumplen las presunciones de quienes integran el entorno más íntimo del papa Bergoglio, no va a dejar pasar la posibilidad de una despedida de amigos y fieles estando tan cerca de Buenos Aires. Esa venida del Papa sellará la conmoción que ha provocado en la Argentina -y en todo el mundo- su elección como jefe de la cristiandad católica y será, aunque permaneciera en Río de Janeiro, la primera intervención en la agenda política criolla: un día antes de la llegada a Río, el 22 de julio, comienza la campaña electoral para las internas de candidaturas del 11 de agosto.



La algarabía unánime que ganó a la dirigencia política con la designación de Francisco presume -según el estándar de la conducta de los protagonistas- que tener un papa argentino se va a convertir en un factor decisivo en todo lo que pase en adelante. El perfil público del nuevo jefe de la Iglesia, su referencia con el peronismo ("Soy peronista", solía decirles a políticos y sindicalistas que llenaban su agenda en Buenos Aires) y su pasión por la política, de la cual ha sido principal animador en la última década, justifica esa mirada pero no es seguro que cumpla las expectativas. Bergoglio sabe que cualquier maniobra de superficie como las que emprendía como arzobispo de Buenos Aires -poner gente en listas de candidatos o señalar el voto- puede frustrar la riqueza del capital que gana como obispo de Roma. Sabe que cualquier desliz que cometa, o que le atribuyan sus adversarios, puede generar conflictos de puja religiosa que en la Argentina tienen memoria atroz, como la pelea de Juan Domingo Perón en su segundo Gobierno que incluyó persecuciones y quema de iglesias. Como sus adversarios de hoy se anotan en un sector minoritario del peronismo que gobierna, si hiciera un gesto en favor de alguno de los competidores en las elecciones de octubre padecería un costo altísimo. Le sobra muñeca para evitarlo, pese a que todo el arco de sus amistades y referentes pertenecen a partidos y organizaciones de la oposición. Sólo la figura de Cristina de Kirchner -a quien Bergoglio reconoce como una persona de fe- no adherirá a ninguna de las consignas del kirchnerismo furioso con la designación de nuevo papa.



Las conductas se moderarán en oficialismo y oposición en cuanto a usarlo a Bergoglio -a favor o en contra- para atraer adhesiones, porque buscarán evitar que el papa argentino termine cimarroneado por el ingenio criollo, en un país que ya cimarroneó a otro papa, Juan Pablo II, cuando un importante sector del público se enojó con su visita de 1982 en plena Guerra de Malvinas. En esa oportunidad la visita se leyó como una intervención en la guerra, en pleno desarrollo, que podía debilitar el esfuerzo en el frente de las islas. Igual habrá miles de argentinos que irán a Río esa semana de julio para verlo al Papa y, seguramente, serán millones los que se le acercarán si se confirma la visita a Buenos Aires, que ya pareció adelantar el vocero (saliente, prepárense los Tito Garabal, los "Nacho" López y los Oesterheld) del Vaticano, Francisco Lombardi, cuando dijo: "Es de esperar que viaje a la Argentina como otros papas viajaron a sus países de origen, pero aún no sabemos cuándo". El vocero sabe menos que los entornistas de Bergoglio, que le están buscando un formato al viaje que podría hacer en julio a Buenos Aires.



Las reacciones por esta novedad que aplastó en un instante la noticia que parecía iba a tapar el cielo hasta nuevo aviso -la muerte de Hugo Chávez- responden, con viaje o sin viaje, a la animalidad política. Pero seguramente van a esterilizarse si los protagonistas no entienden a fondo la significación de que haya un papa argentino. Es seguramente el hecho social y político más importante de la Argentina contemporánea, difícil encontrarle un punto de comparación. El que acude a la vista es una guerra, Malvinas quizás, por la capacidad de atravesar todas las capas de la sociedad con una profundidad a la que no alcanzan los cambios de gobierno o los rumbos de los modelos que intentan imponerse desde la política. El hecho toca uno de los pilares de la sociedad, que es el entramado católico, y afecta a creyentes y no creyentes. Pero cuando un acontecimiento conmueve a uno de esos pilares, sobrevienen transformaciones irreversibles que marcan una nueva época. En este caso tiñe, afecta, a quienes creen, a quienes no creen, a quienes profesan la fe de Roma y a quienes la combaten. Va más allá de eso, es difícil percibirlo, hacerlo es para profetas, políticos sabios o poetas. Periodistas y opinadores al uso quizás no cuentan todavía ni con las categorías mentales ni con el lenguaje para hacerlo ni explicarlo. Es uno de esos volcanes que estallan desde lo profundo y que lentamente van petrificando una nueva orografía.



Si esta hipótesis es correcta, van a sobrar dirigentes y políticos que se coman el amague y busquen la foto con el Pontífice, o huyan de ella, buscando el medro de la hora. Los más atinados y que conocen mejor el oficio -Cristina de Kirchner, entre ellos- entiende, más allá de sus convicciones, que no se debe ir a contrapelo de los hechos y que conviene acompañar la algarabía general. Quienes no vean este terremoto profundo que ha ocurrido en la Argentina serán víctimas del apresuramiento y de la tentación de oportunismo, tumba de las mejores intenciones. Hay que entender que la sola existencia del papa argentino en la silla de Roma, sin que hable ni haga gestos, va a funcionar como el ordenador de conductas en un país desordenado. La Argentina no tiene partidos políticos, vive una crisis del sistema que convierte a cada elección en una puja de cuentrapropistas que alcanzan sus cargos en extrema debilidad, incapaces de tomar medidas antipáticas. Eso los obliga a eludir las soluciones con alto costo político y a patearlas hacia adelante. Cada administración le deja a sus sucesores una factura más cara para pagar y eso convierte al futuro en una pesadilla. Puede ocurrir que en un momento determinado ya nadie quiera hacerse cargo de esas mochilas. En el país de los gobiernos más débiles aparece este Bergoglio -un hombre del poder, al que ha dedicado toda su vida- con un poder que no ha tenido ningún gobernante. Dirigentes sin más respaldo que el de los apoderados de las listas únicas que construyen candidaturas desde el poder hacia abajo y no desde abajo hacia arriba convivirán con uno de los hombres más poderosos de la tierra.



En torno de la figura del nuevo papa se encuadran los protagonistas sin que él los llame, sin que él los avale, sin que abra la boca. No sólo porque hoy muchos de ellos no encuentran instituciones -partidos, organizaciones- para construir política, sino porque esa referencia va a ser un llamador natural, pedido casi por una física social de un país que combate y debate en el área de cobertura de los videocables y en donde las personas y los cargos de todos los poderes están cuestionados por falta de legitimidad. No hay que ser creyente para entender que en un país así la instalación del poderoso Bergoglio sea una bendición.



A estas constancias que son más para presumir que para controlar desde la razón, como los movimientos tectónicos de las sociedades que escapan también a la voluntad, hay que agregar lo que puedan aportar las personalidades. En el caso de Bergoglio la primera especulación es si seguirá siendo el mismo o cambiará. Si el hombre que entra en las villas y acompaña a los pobres en su desventura llevará ese estilo y esa conducta a la arcaica estructura de la Iglesia. Va a ser el primer testimonio de que es algo distinto desde la condición de político, peronista, argentino y moderado. Los grandes cambios han sido a veces imperceptibles. Por ejemplo, el rechazo que hizo Juan XXIII en un acto privadísimo de una de las instituciones más sólidas de la Iglesia de la primera mitad del siglo XX que era el llamado "juramento antimodernista". Lo había impuesto la Iglesia a finales del siglo XIX en medio de una de las crisis doctrinarias más importantes de su historia, que fue la puja entre Roma y los sectores del modernismo católico, una especie progresismo que pedía reformas que la acercarían al protestantismo. Para enfrentar esa crisis se creó el juramento antimodernista que se exigía en contadas ocasiones a los hombres de la Iglesia, por ejemplo en la Extremaunción. Cuando Juan XXIII recibió ese sacramento antes de morir, le empezaron a leer el juramento antimodernista y el papa Roncalli hizo un gesto con la mano de desprecio del ritual y lo volteó para siempre.



¿Cuáles serán los gestos de Bergoglio? Acude a la memoria de su generación uno de los emblemas de la literatura católica del siglo XX, la novela de Morris West "Las sandalias del pescador", de cuya aparición se cumple ahora el 50° aniversario. Allí el australiano West, que influyó en varias generaciones de hombres de fe, imagina que un papa ucraniano, en plena guerra fría, se saca la tiara -símbolo tradicional de la monarquía papal- y anuncia en su asunción del papado que venderá todos los tesoros del Vaticano para atender a los pobres de la tierra. Seguramente ese personaje, que llevó al cine en 1968 Anthony Quinn, figura de manera central en el imaginario del nuevo Papa. ¿Se animará a ser una nueva versión de esa representación de una nueva iglesia, que si se volviera a filmar debería acudir de inmediato a Jonathan Pryce, una especie de sosías de Bergoglio que además ya representó a Juan Perón en "Evita"? ¿Se animará a disolver los cuerpos de ridículos infanzones y alabarderos que parecen hoy sacados de cuadros de Goya? ¿Se animará a echar a los falsarios, a quienes señaló tantas veces en sus homilías como Primado de la Argentina? El formato de su llegada a Buenos Aires -en donde ya se lo espera en julio- justo cuando arranque la campaña para una elección en la que tantos juegan todo, será una prueba.

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