2 de julio 2008 - 00:00

A 39 años del asesinato de Vandor: sin castigo. Sin recuerdo del gremio o del peronismo

AugustoTimoteo Vandoren uno de losmuchosdiscursos quepronunció ensu trayectoriasindical ypolítica.El «Lobo»Vandor, unentrerrianocorpulento, enuna poseclásica, con uncigarrillo en loslabios.
Augusto Timoteo Vandor en uno de los muchos discursos que pronunció en su trayectoria sindical y política.El «Lobo» Vandor, un entrerriano corpulento, en una pose clásica, con un cigarrillo en los labios.
Otro, quizás uno de los crímenes políticos más importantes en el inicio del período negro de la Argentina de las últimas décadas, cumplió anteayer 39 años. No se recordó en la Casa Rosada, tan inclinada a refrescar este tipo de episodios y a pesar de que su jefatura promueve a Antonio Caló, cabeza sindical de la Unión Obrera Metalúrgica, al frente de la CGT en lugar de Hugo Moyano (ni hubo tampoco solicitadas de ese gremio, el primero en su momento del país por obra de Vandor). Típico olvido de cierto sector denominado peronista que domina el gobierno y que, por supuesto, hasta podría haberse vanagloriado de haber ultimado a Augusto Timoteo Vandor -como ocurrió, a manos de quienes luego serían Montoneros-, líder indiscutido del movimiento obrero. Entonces, graciosos con los hechos de sangre que cometían, cantaban: «Traidor, saludos a Vandor». Como hicieron luego con José Ignacio Rucci, uno de los herederos dilectos de Vandor, episodio del cual luego se «arrepintieron» (Carlos Kunkel dixit, entre otros) como si se diera vuelta una hoja o inocentemente se hubiese llegado tarde a una cita. En ninguno de los dos casos hubo castigo judicial, ni siquiera una investigación apropiada.

Era, entonces, una presunta lucha por asumirse como mejor peronista, o disfrutar de las lisonjas del general, quien alentaba distintas líneas partidarias para sobrevivir en política. A la de Vandor y su multiplicidad de gremios, quien proveía de auxilio económico a Perón y a los que después serían «imberbes» expulsados de la Plaza, entusiasmados estos últimos en el ejercicio de matar para hacer su presunta revolución, los ejecutores del referente sindical. Muchos de los cuales, en determinado momento, fueron cobijados por los propios metalúrgicos, hasta lo rodearon: gente, claro, agradecida.

  • Con Perón o sin Perón

  • Mataron entonces a quien sindicaban como el artífice del «peronismo sin Perón», justo el hombre que había intentado unos años antes traer a Perón y quien repetía como lema: «Debemos tenerlo en la Argentina, si pasa Perón, pasamos todos». Había que entender la época, marcada a fuego por los militares (lo podrían contar Arturo Frondizi o Arturo Illia). También, como luego fue habitual para regocijo de la clase media, acusar de «corrupto» a Vandor, cuya viuda luego debió trabajar como empleada en la UOM; él mismo, que levantó una clínica modelo para su gremio, calificada como una de las más notables entonces del Cono Sur, quien le rechazó una dádiva a la empresa alemana -la de siempre-que lo trató de gratificar por haber sido contratada. «Al menos, le dijeron, acepte un auto Mercedes-Benz.» Y él, pensativo, contestó: «Bueno, pero que sea un aporte al gremio». Y el vehículo, por años, permaneció luego sin usarse en el garaje de la institución (para no faltar a la historia, importa señalar que la compra del hotel Royal para los afiliados, una joya del rubro en Mar del Plata, no tuvo la misma transparencia).

    Vandor asomó en el sindicalismo antes de la cruenta Revolución Libertadora del 55 ocupando cargos en la dividida y modesta UOM (entonces, hasta los delegados gremiales trabajaban). Como fue inhibido totalmente, hizo tiempo completo como empleado de Philips, en tiempos que compartía amistad y un mismo cuarto -en una pensión de Saavedra-con el pelado Menna y Nicolás Brun, luego secretario general de Plásticos (allí, a pesar del progreso del trío, siguieron viviendo modestamente por muchos años). Los unía cierta pasión peronista y una afición casi adolescente por las carreras de caballos que, entonces, sólo corrían los fines de semana en tres hipódromos distintos ( Palermo, San Isidro y La Plata).

    Era parte del extrañamiento sindical y político hasta que en el 56, con la intervención de un marino en la CGT ( Patrón Laplacette), la Libertadora decide normalizar sindicatos afines (casi todos socialistas y comunistas, los grandes enemigos del peronismo en aquellos tiempos) con jefes como Riego Ribas y Armando March. También, claro, se buscaba un presunto sistema más democrático inspirado en las teorías de Germán López -alter ego de Raúl Alfonsín-sobre mayorías y minorías en los gremios, algo en lo que se inspiró más tarde el radicalismo para fracasar con la llamada ley Mucci. Se permite el ingreso de aspirantes sin historia en los gremios y así accede, por carecer de antecedentes, Rucci (por entonces obrero de Catita) a la UOM, ya influido por Vandor que permanecía en cierta clandestinidad ( recordar que por el artículo 4.161 cualquier mención peronista, llamarse Juan Domingo o María Eva constituía un delito).

    Al creerse su propio invento, Patrón Laplacette arma un congreso de la CGT en Les Ambassadeurs, local en el que cantó Nat King Cole y tuvo sus estudios «Canal 9», con los elegidos en su interior y, detrás de la reja, los exilados con historia (quienes, como Vandor, se comunicaban a través de un par de imberbes con sus seguidores). Hubo en las sesiones un conflicto -como siempre-con la comisión de poderes y por último se impuso un sector de 62 gremios de tendencia peronista y de la rama industrial (de ahí las 62 Organizaciones, conocidas como las seis dos), sobre 32 más cercanos al oficialismo (casi todos de cuello blanco, tipo bancarios, seguro, comercio, municipales) y un núcleo menor de izquierda los 19 (madera, construcción, ceramistas, prensa). Concluyó el cónclave al mejor estilo: se cantó la marcha y el interventor militar arrojó las carpetas, se indignó, congeló su proyecto integrador: los peronistas eran incorregibles.

    Vandor entre ellos, un gringo de Entre Ríos, de un barrio de frigorífico, blanquiñoso, alto (1,84 aproximadamente), de mirada acerada y pocas palabras, de sagrada amistad con los amigos (como en las policiales negras), de nula tentación femenina ni en los momentos de más fama (siempre con la misma novia, hasta que se casó poco tiempo antes de que lo asesinaran), ni siquiera buen orador y con una dificultad en la garganta que a mitad de los discursos le provocaba repentina afonía. Llamado el «Lobo» porque había estado en la Marina como suboficial (lobo marino) y no por tener, como hizo la fantasía popular, una amante con capucha roja.

    En la etapa previa a la llegada de Frondizi, Vandor se resiste al pacto de Perón, discrepa con esos delegados de poca monta que enviaba el general: más bien está por el voto en blanco, aunque luego en el gobierno desarrollista -y gracias a las retenciones laborales para los gremios, entre otras bendiciones que aportó al movimiento obrero Alvaro Alsogaray (a quien Luz y Fuerza le debe un monumento)- logra no sólo unir a su sindicato (partido en cuatro, por lo menos) sino convertirlo en el más importante del país: él mismo con Rucci se hace cargo de la seccional Capital, en Avellaneda lo asiste Rosendo García. Allí comienza su apogeo, su dispersión hacia la política, empuja la formación de Unión Popular y el Partido Laborista -excusas obligadas para suplantar al peronismo prohibido-lleva como diputado a Paulino Niembro (uno de sus colaboradores), se rodea con Deolindo Bittel y otros dirigentes clave del PJ. También trata de negociar con la Iglesia y los militares para oficializar el peronismo, tarea que Perón observa con un ojo mientras con el otro habla de izquierda y confronta a los Estados Unidos.

    Ya con Illia intenta la «Operación Retorno», junto a Andrés Framini (textiles) y Jorge Antonio en Madrid, entre otros. La misión era traerlo a Perón, objetivo al que se oponía el gobierno radical -el canciller Zavala Ortiz le exigió a España que no le permitiera viajar-, organizar su llegada a Buenos Aires, Asunción o Montevideo (adonde los metalúrgicos enviaron gente para defender la llegada). Antonio, mientras, había reservado y pagado la primera de Iberia durante un mes. Como había custodia en Puerta de Hierro para impedir la salida del general, al abandonar la casa Vandor y sus amigos tuvieron un percance con el auto: se descompuso, no había forma de hacerlo arrancar ni con la ayuda de la Guardia Civil. Entonces, uno dijo: «¿Y si le pedimos el auto al general?». Se acordó, y alguien volvió de la casa conduciendo el auto para ir al aeropuerto (en el baúl, claro, se había acomodado el general). Luego, encararon por la pista a Barajas y a Perón lo entraron a la primera pasando por la zona de cargas y no de pasajeros, cuando el tema de los pasaportes no había ingresado al celo actual (intrepideces también de Jorge Antonio, acostumbrado a fugas resonantes, también a cierta persuasión con las autoridades: Perón, en su residencia, siempre supo quiénes eran los argentinos que aterrizaban en Madrid, quizás por temor a un atentado).

  • De vuelta a Madrid

    En la escala de Rio de Janeiro, como se sabe, el gobierno brasileño interceptó la comitiva. ¿Cómo se habían enterado? Al parecer, previsor, Perón -sin avisar-le comentó a Héctor Villalón que le pidiera a Fidel Castro la asistencia de un avión de Cuba, en esa escala, por si debía cambiar de máquina. Ese aviso también le llegó al gobierno argentino, el cual apeló al de Brasilia. Perón, Vandor y los otros se negaron a bajar: hubo conciliábulos y los brasileños, por fin, desembarcaron al resto del pasaje y el avión lo devolvieron a España. Así se frustró un regreso que hubiera revolucionado la estabilidad del gobierno Illia. El fin del avión negro con el cual bromeaba el humorista Landrú en cada ocasión que podía.

    Después vinieron discrepancias entre peronistas, estimuladas por el general como corresponde, Framini (los verdes) se distanció de los azules (Vandor) en la CGT. Ya había elecciones y Vandor (alentado por haber logrado el triunfo de Humberto Martiarena en Jujuy, años más tarde el mayor isabelino) decide apoyar a Serú García en Mendoza. Perón, algo inquieto por ese despliegue, envía a su mujer ( Isabelita) para impulsar una candidatura alternativa (Corvalán Nanclares). No hay acuerdo con Vandor, dicen que éste hasta le pegó un cachetazo a la que luego sería presidente argentina.

    Cae luego Illia, se aposenta Juan Carlos Onganía y Vandor asiste a la asunción: por primera vez se pone corbata y, en rigor, su asistencia se debe a una negociación con el nuevo secretario de Trabajo (Tamborini), ya que entonces no había aún ministerio. Pero los militares no logran encolumnarlo, como sí hacen con una importante variedad de dirigentes gremiales (Alonso, Negrete, Coria). Igual, Vandor desarrolla relaciones con la rama de Caballería del Ejército (vía Luis Premoli), cuestión que le disgusta a Perón, infante de origen. Cuestiones de barrio que exacerban la relación. Luego llega el Cordobazo y, si bien no se ha evaluado la participación metalúrgica, está claro que fue Vandor quien le aconsejó a Elpidio Torres (SMATA), su rival en organización pero juntos para enfrentar a SITRAC-SITRAM, que proteste con los trabajadores de Santa Isabel, la planta automotriz de IKA (juntaron dos turnos y los enviaron a la Capital bajo la excusa de protestar contra la muerte de un activista en Entre Ríos). Después vino lo demás, con la prensa protagónica de izquierda, ni siquiera se preguntaron sobre la incidencia de Agustín Lanusse en el episodio para desgastarlo a Onganía.

    Ya por entonces se hablaba de Pedro Eugenio Aramburucomo una alternativa, cuestión que horrorizaba a sectorescatólicos, nacionalistas y fascistas que rodeaban al general que pretendía quedarse 10 años en el poder. Para todos, Vandor era una piedra en el zapato. También las organizaciones armadas cercanas a esta línea (lo que después sería Montoneros), nombres como los del ministro general Imaz (a quien se le atribuyó más tarde algún tipo de influencia en el secuestro de Aramburu), expresiones de la alta burguesía como Diego Muñiz Barreto de repente revolucionarios y hasta una colección de asesores y colaboradores de la UOM que más tarde se volvieron de izquierda (Ortega Peña, Duhalde, no se acercaban a la calle Rioja, sede de la UOM). O Armando Cabo, padre de uno de los más activos miembros de Montoneros (director de la revista que luego contó la forma en que lo mataron), quien estuvo a cargo de la custodia de Vandor hasta unos meses antes del crimen. Se cuenta de ciertos autores, algunos hasta confesaron por escrito (ver nota aparte), nadie los llamó a declarar, también de los intelectuales que respaldaron el acto (a Rodolfo Walsh le atribuyen la inteligencia de cuanto episodio violento ha existido) y, bastante poco, de la certeza de que hubo zona liberada en la sede sindical el día que lo mataron. Cualquier visitante sabe que, entonces, nadie podía estacionar su auto siquiera en el frente de la UOM.
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