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"Los años de la langosta"
A partir de ese año, como una película pasada a alta velocidad, los hechos de violencia política se suceden y agravan uno tras otro. Todos esos años tienen nombres y apellidos, entre otros: Mario César Azúa (oficial asesinado cuando transportaba armamento a Campo de Mayo), Tcnel. Julio San Martino (asesinado en Córdoba), el matrimonio Verd (FAL, entrenados en Cuba), Juan Pablo Maestre (FAR) y Mirta Misetich (el mayor Bernardo Alberte, un delegado de Perón, reconoció que Maestre había « intervenido en las acciones de copamiento de Garín y Pilar y otros hechos»). En 1971 se produjo el « viborazo» en Córdoba (como en el «cordobazo» de 1969, la ciudad fue rescatada por el Ejército ante los graves enfrentamientos callejeros).
La violencia se desboca. Las carpetas azules que entregó Lanusse a Cámpora. La asunción de Héctor Cámpora. Perón toma distancia, mientras el PRT-ERP no da tregua al Ejército. La vuelta de Perón. La matanza de Ezeiza. Cámpora se derrumba.
El 30 de abril de 1973, faltando 25 días para la asunción de las autoridades electas, fue asesinado en Junín y Cangallo, pleno centro de Buenos Aires, el almirante Hermes Quijada5. Apenas unas horas más tarde, el ERP-22 de Agosto (una fracción del ERP que se había acercado al peronismo) emitió dos comunicados: en uno se adjudicó el hecho; en otro dio a conocer que el «Gallego» Víctor Fernández Palmeiro, uno de los integrantes del comando, había muerto como consecuencia de un tiro recibido de un custodio del alto jefe naval. A las pocas horas, la Junta Militar le envió al presidente electo un télex solicitándole una entrevista. Cámpora en esas horas se encontraba en una reunión cumbre en Madrid con Juan Domingo Perón, en la que se analizaron, junto con otros dirigentes del movimiento (Jorge Osinde, Norma Kennedy y el gremialista Alberto Campos), las graves declaraciones de Rodolfo Galimberti, representante de la juventud en el Consejo Superior del peronismo, en las que instaba a formar «milicias populares». Previamente, Galimberti había dicho, preguntado sobre si las milicias debían ser armadas: «Sólo puedo responder que no sabemos cuáles van a ser las características del proceso. La mayor o menor violencia que opongan el régimen y la oligarquía a las medidas revolucionarias que va a proponer el gobierno justicialista determinará la mayor o menor violencia con que se verá precisado a responder el pueblo para continuar avanzando en el proceso revolucionario». De la reunión trascendió que Perón había afirmado que las declaraciones de Galimberti constituían un «disparate» y que había dicho que «el futuro era de la juventud... pero no el presente». También se conversó sobre «el terrorismo, la unidad del movimiento justicialista, un alto a la infiltración izquierdista... y el control de los extremismos».
Luego de algunos arreglos, el 3 de mayo, la Junta Militar visitó el domicilio particular de Héctor Cámpora. El presidente electo, con Vicente Solano Lima, Mario Cámpora y Esteban Righi, recibió a Alejandro Agustín Lanusse y al brigadier Rey. La reunión fue considerada « positiva» y estuvo destinada a tratar los aspectos relacionados con la cercana asunción de las autoridades constitucionales. Sin embargo -quizá lo más importante-, el comunicado no relató que antes de retirarse, el comandante en jefe del Ejército le entregó a Cámpora dos carpetas azules con detalles de la «subversión» realizadas por la comunidad de Inteligencia. De nada sirvieron los llamados de atención del ámbito militar. Muchos de los nombres que contenían esas carpetas fueron sacados el 25 de mayo de las cárceles y, sobre el fait accompli, amnistiados por el Parlamento. Una vez en la calle, todos volvieron a sus «organizaciones armadas».
«El 25 de mayo de 1973 debí rendir 'honores' a las nuevas autoridades 'libremente elegidas'. Tuve que retirar a mis soldados de las calles para evitar que una multitud inconsciente e irresponsable, pero enardecida, pusiera sus manos sobre los hombres de mi Ejército, vestidos con uniformes de la patria, formados bajo la sombra augusta de nuestra Bandera. ¡Cuánta vergüenza! ¡Cuánta indignación! No podíamos ni debíamos usar las armas contra esa pobre gente tan engañada como nosotros. Nuestros verdaderos enemigos estaban fuera de alcance: eran los que habían manejado los hilos hasta llevarnos a esa situación. Nos dijeron que tuviéramos fe, confianza, paciencia.» (Bajo la firma de «Teniente», la «Carta abierta a su general», trajinó por la mayoría de las unidades del Ejército.
Manifestaba la opinión de la oficialidad más joven). Perón, desde lejos, comenzó a emitir señales de reproche. Desde el 25 de mayo hasta el 20 de junio, la Argentina vivió una «primavera», según algunos, pero para la mayoría del movimiento fueron días de desorden, caos y libertinaje. A pesar de que regían los poderes constitucionales, los jefes del PRT-ERP que salieron de las prisiones y retornaron a sus organizaciones clandestinas declararon que «... nuestra organización seguirá combatiendo militarmente a las empresas y a las fuerzas armadas contrarrevolucionarias. Pero no dirigirá sus ataques contra las instituciones gubernamentales ni contra ningún miembro del gobierno del Dr. Cámpora... en estas circunstancias llamar a una tregua a las fuerzas revolucionarias, es, por lo menos, un gran error».
La llegada definitiva de Perón a la Argentina estuvo manchada de sangre por doquier. Decenas de muertos fueron los que quedaron tendidos en los bosques y jardines de Ezeiza aquel 20 de junio de 1973. A grandes rasgos, dos grupos fueron los que se enfrentaron. Por un lado, activistas sindicales que respondían a la conducción de José Ignacio Rucci y su secretario Ramón Martínez, a los que se sumaron miembros de las agrupaciones «ortodoxas» Comando de Organización (C de O), Concentración Nacional Universitaria (CNU), remanentes de la vieja Alianza Libertadora Nacionalista y del Movimiento Nacionalista Revolucionario Tacuara (MNRT). A su vez reforzados por militares y policías retirados, aportados y apostados por el coronel (RE) Jorge Manuel Osinde, que se dedicaron a custodiar el palco desde donde hablaría Juan Domingo Perón. Por el otro, las fuerzas de las «organizaciones especiales» que pugnaron por acercarse al lugar y fueron recibidas por una lluvia de proyectiles de todo calibre9.
La derecha proclamó su triunfo y en la intimidad, «a Osinde y a Rucci los llamábamos autores de la Tercera Fundación de Buenos Aires». Ante los incidentes de todo tipo (hasta linchamientos,castraciones y ahorcamientos en los árboles), el avión que traía a Perón descendió en la Base de Morón11. La primera reacción del viejo líder fue amenazar con un «yo me vuelvo a Madrid». 12 Vicente Solano Lima (presidente de la Nación interino) habla desde Ezeiza al avión presidencial que trae a Cámpora y Perón desde España:
- «Mire doctor, aquí la situación es grave. Ya hay ocho muertos sin contar los heridos de bala de distinta gravedad. Esa es la información que me llegó poco después del mediodía. Ya pasaron dos horas desde entonces y probablemente los enfrentamientos recrudezcan. Además, la zona de mayor gravedad es, justamente, la del palco en donde va a hablar Perón.» - Héctor J. Cámpora (desde la cabina del avión presidencial): «Pero doctor, ¿cómo la gente se va a quedar sin ver al general?». - Lima: «Entiéndame, si bajan aquí, los van a recibir a balazos. Es imposible controlar nada. No hay nadie que pueda hacerlo.»
Según Lima, ya en Morón, Perón insistió en sobrevolar la zona para, por lo menos, hablarle a la gente con los altoparlantes de los helicópteros. «Pero le expliqué que también era imposible: en la copa de los árboles del bosque había gente con armas largas, esperando para actuar. Gente muy bien equipada, con miras telescópicas y grupos armados que rodeaban la zona para protegerlos. No se los pudo identificar, pero yo tenía la información de que eran mercenarios argelinos especialmente contratados por grupos subversivos para matar a Perón.»
En esos días previos a los enfrentamientos de Ezeiza, los servicios de informaciones y algunos voceros de la derecha dejaron trascender que la izquierda tenía en preparación el plan «Cinco Continentes». A grandes rasgos, el plan consistía en el asesinato de Juan Domingo Perón y de su esposa. Luego, frente al acontecimiento, se organizaría una pueblada sobre la ciudad de Buenos Aires, seguida de un asesinato masivo de la dirigencia política, empresaria y sindical (que se extendería a las provincias), para culminar con la toma del poder y la constitución de un gobierno de claro signo castrista. Parecía un disparate... pero de eso se hablaba para calentar el ambiente. Desde Ezeiza en adelante ya nada sería igual. Perón no fue asesinado, pero el desorden parecía incontrolable y la gente miraba más hacia la casa de la calle Gaspar Campos, donde vivía Perón con Isabel y López Rega, que hacia donde trabajaba el presidente de la Nación.
Al día siguiente de la masacre, Perón habló por televisión, flanqueado por el presidente Cámpora y el vice, Vicente Solano Lima. En la ocasión, envió un claro mensaje a todas las « organizaciones armadas», en especial a Montoneros: «Todos tenemos el deber ineludible de enfrentar activamente a esos enemigos si no queremos perecer... Nosotros somos justicialistas, no hay rótulos que califiquen a nuestra doctrina y a nuestra ideología. Los que pretextan lo inconfesable, aunque lo cubran con gritos engañososo se empeñen en peleas descabelladas, no pueden engañar a nadie. Los que ingenuamente piensen que así pueden copar nuestro movimiento o tomar el poder que el pueblo ha conquistado, se equivocan. Ninguna simulación o encubrimiento, por ingeniosos que sean, podrán engañar. Por eso deseo advertir a los que tratan de infiltrarse que, por ese camino, van mal... a los enemigos embozados, encubiertos o disimulados les aconsejo que cesen en sus intentos, porque cuando los pueblos agotan su paciencia suelen hacer tronar el escarmiento».
En un testimonio sobre la época se relata que «en uno de esos días de junio, durante una visita médica periódica que le realizaba mi padre y estando yo presente, Perón manifestó textualmente que no estaba satisfecho con el presidente Cámpora por haberse rodeado de gente que no era de su agrado, y mencionó concretamente al ministro del Interior de entonces, el doctor Esteban J. Righi (tres décadas después, procurador general de la Nación). Tampoco lo estaba «del modo en que se había llevado a cabo la amnistía del 25 de mayo». Seguidamente se agregó: «Una tarde vi junto con el general Perón el noticiero que anunciaba la visita del presidente Cámpora a Gaspar Campos y su posterior llegada y entrada. Al rato salió y anunció a los medios que había estado con el general... ¡Pero al cuarto del primer piso donde estábamos no había entrado nunca! Había tenido que esperar en planta baja. Perón no lo había mandado a llamar, aunque sabía que estaba en la casa. Allí intuí que Cámpora dejaría pronto su investidura».
Cámpora intentó ejercer el imperio de la ley, pero parecía tarde. En esos días, en una nueva muestra de ceguera política, «Roby» Santucho, el jefe del PRT-ERP, declaró a la prensa durante una conferencia clandestina: «El gobierno del doctor Cámpora se coloca cada vez más claramente al lado de los explotadores y de los opresores, junto a los enemigos del pueblo y de la Nación Argentina y se apresta a reprimir». Mientras tanto, el arco político del centroderecha se mantenía en silencio. «Yo me tengo que quedar callado ahora. No quiero obstruir, y además soy noticia hasta cuando, como ahora, desde el silencio, me convierto en un interrogante», declaró el ex candidato presidencial de la Alianza Popular Federalista (AFP), Francisco «Paco» Manrique.
El martes 10 de julio, en la casona de Gaspar Campos, Perón se encontró a solas con el comandante en jefe del Ejército. Durante el diálogo, el general Raúl Carcagno recibió una primicia de parte del dueño de casa: «Voy a hacerme cargo del gobierno y quiero que el Ejército lo sepa antes que nadie». Era toda una señal. Tres días más tarde, Cámpora estaba fuera de la Casa Rosada y asumía Raúl Lastiri. Al presidente de la Cámara de Diputados le tocó presidir la Argentina hasta el 12 de octubre de 1973, día en que volvió a la Casa Rosada por tercera vez Juan Domingo Perón. Durante ese lapso, en Chile, el martes 11 de setiembre, fue derrocado el gobierno socialista que encabezaba Salvador Allende. Asumió una Junta Militar que encabezó el general Augusto Pinochet. La primera misión que envió al exterior el nuevo mandatario trasandino fue a la Argentina. Se cerraron los pasos fronterizos y se realizó un severo control sobre los exiliados. En la Argentina, durante esos noventa días de Lastiri, el nivel de violencia se profundizó.
Juan Domingo Perón declara la guerra a la subversión. El «Somatén». «Documento Reservado» con consignas para todo el movimiento, destinadas a depurar al peronismo. El acta fundacional de las Tres A.
Bajo la consigna de Dardo Cabo de «que cada acción militar sirva para acumular poder... para la construcción del ejército revolucionario», la organización Montoneros realizó dos días después de las elecciones que llevaron al triunfo a Juan Domingo Perón un hecho conmocionante. El 25 de setiembre asesinó a José Ignacio Rucci, secretario general de la Confederación General del Trabajo, uno de los puntales del líder justicialista. La respuesta no se hizo esperar: llegó el «Somatén». Justamente, ese mismo día, «Il Giornale D' Italia», con la firma de Luigi Romersa, había publicado unas amenazantes declaraciones del presidente electo: «O los guerrilleros dejan de perturbar la vida del país o los obligaremos a hacerlo con los medios de que disponemos, los cuales, créame, no son pocos». La respuesta la dieron las AAA (Alianza Anticomunista Argentina), una organización de derecha amparada por José López Rega e integrada por efectivos ligados al sindicalismo, la ultraderecha peronista y elementos retirados del Ejército y las Fuerzas de Seguridad.
No está claro cómo se generó, aunque muchos señalan como autor intelectual de las Tres A al propio Juan Domingo Perón: «En una de esas tertulias, en las que había algunos extraños que Gloria (la hija de Oscar Bidegain) no conocía, Perón se volvió hacia don Oscar (Bidegain) y dijo algo extraño, que la jovencita tardaría años en descifrar: "Lo que hace falta es un 'Somatén'"».
«La sombra de aquella charla se extendería sobre los cadáveres que la Alianza Anticomunista Argentina sembraría en los bosques de Ezeiza... la idea de la Triple A no había nacido en la cabeza de López Rega, sino en la del propio Perón.»
La idea de formar «escuadrones de la muerte» para liquidar a la subversión de ultraizquierda no era nueva, ni original. Un par de años antes, durante una conversación sin mayor profundidad, el teniente general Alejandro Agustín Lanusse la lanzó en presencia del general Alberto Samuel Cáceres, jefe de la Policía Federal. El diálogo fue presenciado por tres testigos:
-Lanusse: «¿No habrá llegado el momento de formar grupos reducidos para la lucha clandestina contra el terrorismo? Ir al terreno que ellos (los terroristas) nos plantean.» -«Mi general, si eso se hace, al día siguiente no controlo a esa gente. No lo aconsejo». Lanusse dejó pasar unos segundos y finalmente aceptó el consejo: «Haga de cuenta que no dije nada. Delo por olvidado».
El periodista Marcelo Larraquy, en su biografía sobre López Rega, relató que la obsesión de Perón era liquidar al Ejército Revolucionario del Pueblo, y que «en diciembre de 1973 le había propuesto a (Rodolfo) Galimberti conducir un grupo de represión ilegal contra la guerrilla marxista». Parece confuso el dato ya que para ese diciembre estaban vigentes las directivas del «Documento Reservado» que dieron oxígeno a la formación de las Tres A.
Además, en ese entonces Galimberti estaba replegado sobre las entrañas de la «orga»
Montoneros (en la Columna Norte), como consecuencia de su traspié al anunciar la formación de «milicias populares» en abril de ese año, provocando la furia del propio Perón. De todas maneras, hay que tener en cuenta que Larraquy escribió una extensa biografía de «Galimberti» y de allí que haya podido escuchar una confidencia del propio dirigente montonero.
Para muchos, el Acta Fundacional de la Alianza-Anticomunista Argentina (AAA) es del 1 de octubre de 1973, seis días más tarde del asesinato de José Ignacio Rucci, secretario general de la CGT, durante una reunión que presidió el propio Juan Domingo Perón como presidente electo de la Nación. Estuvieron presentes Raúl Lastiri (en ese momento presidente interino de la Nación); los ministros del Interior, Benito Llambí, y de Bienestar Social, José López Rega. El senador nacional y secretario general del PJ, José
Humberto Martiarena, fue el que leyó el trabajo, y los gobernadores y vicegobernadores que, por las dudas, llegaron con los textos de sus renuncias en los bolsillos respiraron con alivio cuando observaron que la cumbre no era contra ellos. Su concurrencia -sin excluir a los cinco que estaban enrolados en la «tendencia revolucionaria»- se debía a la obligación que adquirirían para implementar en todo el territorio nacional el funcionamiento de una estructura especial, encargada de defender al gobierno y al movimiento e impedir por la fuerza cualquier acción en su contra.
En la ocasión, Perón reiteró a los presentes que «tendrán la más amplia libertad de elección de sus colaboradores... y la aptitud es la primera condición para justificar un nombramiento en áreas de responsabilidad técnica e, incluso, política», pero una sola excepción debe tenerse en cuenta: «la de los militantes de la ultraizquierda que llegan al peronismo en función del copamiento».
Tras la cumbre, cada uno de los presentes se llevó una copia del «Documento Reservado» que fijaba directivas para terminar con el « entrismo» de la izquierda. En otras palabras, se creó a la vista de toda la sociedad un Estado al margen de la ley dentro del propio estado de derecho. En el primer punto se definía al enemigo: «El asesinato de nuestro compañero José Ignacio Rucci y la forma alevosa de su realización marca el punto más alto de una escalada de agresiones al Movimiento Nacional Peronista que han venido cumpliendo los grupos marxistas terroristas y subversivos en forma sistemática y que importa una verdadera guerra desencadenada contra nuestra organización y contra nuestros dirigentes.
Esta guerra se ha manifestado de diversas maneras». A renglón seguido se observaba: «Ese estado de guerra que se nos impone no puede ser eludido, y nos obliga, no solamente a asumir nuestra defensa, sino también a atacar al enemigo en todos los frentes y con la mayor decisión. En ello va la vida del movimiento y sus posibilidades de futuro, además de que en ello va la vida de los dirigentes».
Otra de las directivas establecía: «Se utilizarán todos los medios que se consideren eficientes, en cada lugar y oportunidad. La necesidad de los medios que se propongan será apreciada por los dirigentes de cada distrito». Para aquellos miembros que no obedecieran las directivas, se contemplaban sanciones: «La defección de esta lucha, la falta de colaboración para la misma, la participación de cualquier clase en actos favorables al enemigo y aun la tolerancia con ellos, así como la falta de ejecución de estas directivas, se considerarán faltas gravísimas, que darán lugar a la expulsión del movimiento, con todas sus consecuencias». El documento fue publicado en «La Opinión» del 2 de octubre de 1973, bajo el título «Drásticas instrucciones a los dirigentes del movimiento para que excluyan todo atisbo de heterodoxia marxista». Nadie desde el poder lo desmintió, ni lo negó. El 1 de octubre de 1973 renunció el ministro de Educación, Jorge Taiana, y Rodolfo Puiggrós, rector de la UBA, fue reemplazado por el conservador Vicente Solano Lima. La respuesta de Montoneros llegó once días después: se fusionó con las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), una organización guerrillera con marcada orientación marxista19 .
El 10 de octubre de 1973, dos días antes de asumir Juan Domingo Perón por tercera vez la presidencia de la Nación, el semanario «Primera Plana» (Año XI-N° 333) delineó «la agenda de Perón». Para el semanario, la relación con los gobernadores, el gabinete nacional, las Fuerzas Armadas, la CGT y la Universidad eran cuestiones a las que el nuevo mandatario debía prestar especial atención, informó la nota de tapa que llevaba la firma de Ricardo Cámara, secretario de redacción. El texto hace mención al proceso de «depuración» que se inició en el justicialismo, dando fin al « pendulismo» de Perón. En otras palabras, el viejo líder giró a la derecha, considerando «a la izquierda como el enemigo número uno» y dispuesto a dar la « batalla principal en su propio movimiento», entendiéndose a Montoneros, no sólo a las organizaciones de ultraizquierda como el ERP. Sin subterfugios, unos días antes de la muerte de José Ignacio Rucci, Peróndijo: «A Cuba le advierto que no haga el juegoque hiciera en Chile, porque en la Argentina podría desencadenarse una acción bastante violenta». Tras el crimen del sindicalista (el asesinato de José Rucci), convocó a hombres que se habían replegado después de los hechos de Ezeiza -Jorge Osinde, entre otros-y les encargó nuevamente la tarea de contener la marea. Casi al mismo tiempo ordenó reponer en sus puestos a los profesionales que integraban el cuerpo de protección del presidente (habían sido licenciados por Cámpora) y reforzó los mecanismos de seguridad en torno de su residencia en Gaspar Campos. Por último, descerrajó la depuración. El viernes 28 (setiembre), en Olivos, habló con la claridad que caracteriza todas sus últimas intervenciones. Según ha trascendido, ante los miembros del Consejo Superior del justicialismo sostuvo que el movimiento era objeto de una «agresión externa». No hizo ninguna alusión a la CIA ni a otros organismos del «imperialismo yanqui»: arremetió sin más ni más contra el marxismo... y declaró la guerra a los «simuladores», de quienes afirmó que les iba a «arrancar la camiseta peronista» para que no quedaran dudas «del juego en el que estaban empeñados... Frente a un gobierno popular -señaló- no les queda otro camino que la infiltración». «En adelante seremos todos combatientes», señalo Perón.Y culminó uno de sus párrafos con: «Yo soy peronista: por tanto, no soy marxista».
Desde la otra vereda, la respuesta de Montoneros llegó a través de la revista «El Descamisado»: «Si todos los peronistas no tenemos derecho a elegir quiénes nos representen, debajo de Perón, en el movimiento peronista, así no camina la cosa. Se va a seguir muriendo gente».
También, dos días antes de la asunción de Perón, el Ejército tomó decisiones extremas en materia de seguridad. Con la firma del general Luis Alberto Betti, jefe del Estado Mayor General del Ejército, a las 18 horas del 10 de octubre de 1973, se extendió «la orden especial del JEMGE Nº 457/73», «secreta», para la seguridad del jefe del Ejército, teniente general Raúl Carcagno. En cuatro carillas, de las que sólo tomaron conocimiento 12 altos jefes militares, se observa que «las organizaciones paramilitares terroristas, especialmente las de tendencia trotskysta20 como el autotitulado ERP, han reiterado sus amenazas de continuar la lucha armada contra el Ejército. Por lo expresado, continuarán los atentados contra miembros de la institución, fundamentalmente sobre las más altas jerarquías». A partir de estos dos conceptos se tendió un anillo protector alrededor de Carcagno y su familia, con medidas que contemplaban desde sus «desplazamientos terrestres» hasta los «aéreos». Teniendo en cuenta el inusitado clima de violencia que crecía en pleno período constitucional, las medidas de protección al comandante en jefe del Ejército resultaron más consistentes de las que ya estaban en vigencia para el cuidado del «personal superior en situación de retiro y familiares». Estas medidas, calificadas de «secreto» militar, firmadas a las 10 de la mañana del 24 de julio de 1973 por el general Alberto Numa Laplane, a cargo del Estado Mayor, tendían «a disuadir e impedir atentados terroristas contra: teniente general (RE) Alejandro Agustín Lanusse; general de división ( RE ) Alcides López Aufranc y (la) señora esposa del extinto teniente general Pedro Eugenio Aramburu».
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