25 de febrero 2014 - 00:00

Argentina del siglo XXI: ¿progreso o decadencia?

Durante la primera mitad del siglo XX tuvo lugar un intenso debate respecto de la superioridad del socialismo sobre el capitalismo (entendido este último como un régimen donde se respeta la propiedad privada y los mercados funcionan relativamente libres). En los años treinta, el economista Oskar Lange intentó demostrar matemáticamente que la planificación centralizada era superior a los mercados en la asignación de recursos. En los cuarenta, Joseph Schumpeter argumentó que el socialismo no sólo era compatible con la democracia sino que inevitablemente reemplazaría al capitalismo. Hubo quienes refutaron con impecable lógica ambas nociones, pero el mundo se dividió en dos. Sin embargo, hacia fines de siglo, la realidad puso fin al debate. El experimento socialista fracasó en todas partes, tanto en la generación de prosperidad y calidad de vida como en el respeto de los derechos humanos. Los países escandinavos, que algunos pretenden sean una excepción, tienen un sistema mixto donde se respetan la propiedad privada y la iniciativa individual.

La primera gran crisis del siglo XXI revivió el debate. En 2009 el octogenario historiador inglés Eric Hobsbawm, un marxista irredento, creyó que finalmente se había cumplido la profecía de su mentor intelectual y poco antes de morir celebró el fin del capitalismo, aunque hasta él mismo era consciente de que el socialismo no ofrecía una alternativa viable a las sociedades modernas. Pero la crisis financiera global no sólo no puso fin al capitalismo sino que todo indica que el mundo se aleja cada vez más de la solución socialista. Las recomendaciones del tercer plenario del Partido Comunista chino sugieren que Pekín seguirá moviéndose en dirección a un sistema en el que los mercados jugarán un papel cada vez más importante.

Hoy la principal amenaza a la libertad y la prosperidad de las sociedades modernas no proviene del socialismo sino del populismo y las perversiones del capitalismo ("crony capitalism"). Para enfrentar con éxito esta amenaza, una sociedad no sólo debe evitar situaciones de extrema desigualdad sino también contar con ciertos anticuerpos. Caso contrario, probablemente esté condenada a repetir la experiencia argentina.

¿Cuáles son esos anticuerpos? Según el Premio Nobel de economía James Buchanan, una sociedad libre requiere para sobrevivir que una proporción importante de sus miembros exhiba ciertas características esenciales: la autodeterminación, la interdependencia "kantiana" y lo que se podría definir como la sensatez colectiva. La primera es una respuesta a las siguientes preguntas: ¿Cuán capaces son los miembros de una sociedad de gobernarse a sí mismos o de tomar decisiones en defensa de sus verdaderos intereses? ¿Aun si tienen esa capacidad, prefieren ser independientes o depender de otras personas o del Estado? Sólo si la mayoría de los individuos de una sociedad tienen la capacidad de ser autónomos y de gozar de la independencia y la libertad que les otorga el marco institucional de una democracia podrá ser verdaderamente libre. El problema es que tanto el populismo como el Estado de bienestar fomentan valores antitéticos: la dependencia y la falta de responsabilidad individual. Cuanto más se arraiguen estos valores en una sociedad, más improbable es que pueda preservar su libertad. La segunda característica parece opuesta a la primera, pero no lo es. Por un lado una sociedad libre requiere individuos autónomos e independientes, pero por otro necesita que esos individuos interactúen de acuerdo con ciertas normas que inevitablemente imponen restricciones a su comportamiento. Estas normas tienen que ver con conceptos como la equidad, la justicia y el respeto al prójimo, y excluyen explícitamente el fraude, el engaño, el robo, la deshonestidad y la corrupción. En la vereda opuesta de quien se comporta de acuerdo con estas normas éticas se encuentra el oportunista, que sólo las cumple cuando le conviene.

Una sociedad libre requiere que la mayoría de sus miembros exhiba una tercera característica: la sensatez colectiva o la capacidad de reconocer ciertas limitaciones a la acción colectiva. ¿Qué quiere decir esto? Que la gente tenga los pies sobre la Tierra y no se deje embaucar por caudillos mesiánicos que prometen proyectos fantasiosos de transformación o ingeniería social. Si la mayoría de la población no entiende que la voluntad colectiva no puede a largo plazo doblegar las leyes de la economía es muy difícil que en esa sociedad sobreviva la libertad. Esto es lo que Hayek denominó una "arrogancia fatal".

Una cuestión importante a dilucidar es si estas tres cualidades son innatas o si se pueden adquirir. La experiencia de otros países, incluso de nuestros vecinos, sugiere lo segundo. La experiencia de esta última década en varios países de América Latina ha demostrado que, llevado al extremo, el populismo puede aniquilar rápidamente las libertades esenciales de una sociedad. Detrás de un falso progresismo se esconde una peligrosa ambición totalitaria. En "Las máscaras del fascismo", el escritor boliviano Juan Claudio Lechín sostiene que el populismo chavista en todas sus variantes no es más que un remedo del fascismo de Mussolini, al que define como "un modelo pragmático para la toma absoluta del poder por parte de un caudillo mesiánico".

El populismo avasalla las instituciones y socava los tres valores esenciales sobre los que se asienta una sociedad libre. Los subsidios y los planes sociales generan una penosa dependencia en vastos sectores de la población. Las democracias modernas no pueden mirar con indiferencia el aumento de la pobreza y la indigencia. No se trata de abandonar a los más necesitados sino darles las herramientas para mejorar su situación y no caer en la trampa del asistencialismo bobo. En segundo lugar, el discurso de ruptura y división de la sociedad que plantean los modernos ideólogos del populismo (y que siguen a pie juntillas sus intérpretes una vez que llegan al poder) sumado a una creciente inseguridad física y jurídica fomentan el oportunismo y las conductas antisociales. Todo esto contribuye a una anomia progresiva. Finalmente, mediante la manipulación de los medios y una propaganda omnipresente, los gobiernos populistas intentan convencer a la opinión pública de que los serios problemas estructurales que enfrenta la sociedad se pueden resolver con un voluntarismo ingenuo y arrogante. La ironía es que queriendo subordinar la economía a la política el populismo inevitablemente termina en la situación inversa, aunque a costa de un enorme daño. En la Argentina, reconstruir una sociedad libre requerirá desandar ese camino y avanzar sin pausa en la dirección opuesta. Sólo de esta manera podremos poner fin a 80 años de decadencia.

(*) El autor es profesor adjunto de Finanzas en la Stern School of Business (New York University).

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