“Conjetura”, la exposición que exhibe la galería Ruth Benzacar, reúne algunos de los característicos eclipses del artista, grabados de madera realizados con acuarela, grandes collages con el goce desprejuiciado de las manualidades y hasta un mueble que retrotrae al espectador al silencio de los claustros medievales.
Eclipses. (Arriba), el artista fotografió el cielo y manipuló un fragmento hasta lograr imágenes desligadas del origen. Y al lado, el prisma que permite que la mirada lo atraviese y llegue al otro lado, también abierto, donde puede haber otra persona que nos mira o, simplemente, nada.
La galería Ruth Benzacar presenta en estos días la última exhibición de la temporada, "Conjetura", de Ernesto Ballesteros (1963), artista que en estos últimos años sedujo a los espectadores de las bienales de Lyon y Venecia con sus performances de aeromodelismo y, también a los de París, con las imágenes de sus eclipses. Desde que inició su carrera al promediar la década del 80, Ballesteros experimentó y emprendió búsquedas de lo más diversas. Pero en la exposición actual demuestra ser consecuente con los temas y las cualidades sensibles que atraviesan su producción.
El contenido al que quiere acceder es exclusivo para suscriptores.
La muestra se abre con una fotografía de formato circular donde predominan manchas de colores azules, rosados, violetas y, sobre estas formas ambiguas hay un círculo negro en el centro y otros más dispersos por la superficie. Ballesteros fotografía las estrellas y, para tornar visible el cielo, interviene la imagen con marcador y cubre la luz con unos círculos negros. Son sus eclipses. Cuando explica esta obra, mira hacia arriba, levanta su mano y se tapa un ojo. Del mismo modo obtura los focos de luz y busca un encuadre.
Invitado a presentar en Venecia sus "Vuelos de interior", Ballesteros hizo volar sus avioncitos que no pesan ni un gramo durante los siete meses que dura la Bienal. Allí pensó y volvió a pensar sus "conjeturas" acerca del espacio. Primero creó unas cajitas para mirar, y desde ese "espacio íntimo", imaginó viajes a otro mundo. Luego tomó una foto del cielo y amplió un fragmento hasta que perdió toda identificación con el motivo original y se convirtió en otra cosa, en algo autónomo. Los colores radiantes y las formas indiscernibles de estas nuevas fotografías pujan para salir del soporte del papel y flotar en el espacio. Ballesteros iba en busca de "una instancia subjetiva". "Podemos inventar lugares y habitarlos", asegura.
Durante la Bienal, en el aire quieto del antiguo Arsenal, la levedad de los avioncitos por momentos invisibles determinaba la suprema lentitud de los vuelos y la danza del artista para sustentar esa errática trayectoria. La levedad, como los eclipses, son características reconocibles en la obra de Ballesteros. Hay en la sala unos grabados sobre madera realizados con acuarela, la presión de la mano del artista determina la sutileza o la definición de la imagen abstracta. Como contrapartida figura el exceso ornamental de unos grandes collages realizados con el goce desprejuiciado que deparan las manualidades y la absoluta libertad de convocar la genialidad de Matisse. Los materiales, el papel recortado con tijera, el pegamento plástico y la densidad de una marea de pintura blanca o azul que avanzan y cubren parte de las obras, dejan entrever otra faceta de Ballesteros y la reiteración de las formas arbitrarias de sus fragmentos del cielo. En la misma sala, como reflexiones sobre la tarea y los fines del artista en este mundo, figura una simple pincelada violeta, suelta y gestual, frente a unos trazos manuales que reproducen una y otra vez las formas y colores robados del cielo. "Lo que está lejísimo, no está lejísimo en absoluto", afirma el artista.
El deseo de realizar objetos lo llevó a inventar un mueble. Desde lejos, en la mitad de la sala y sobre una alfombra se divisa un prisma rectangular de sólida madera sobre cuatro patas con unos banquitos en los extremos. Al sentarse, la mirada atraviesa el hueco abierto que tiene la medida de una pantalla de TV y llega al otro lado, también abierto. Sentada en el otro banquito puede haber otra persona que distante nos mira o, simplemente, nada. La experiencia, lejos de evocar el ruido de la TV o el atractivo ciberespacio, retrotrae al silencio de los claustros medievales, acentúa el abismo que separa el mundo real del virtual. Mundos que hoy se confunden, mayormente indiferenciados.
Decir que los artistas abren y muestran la existencia de mundos posibles es caer en un cliché. Pero los pasajes de Ballesteros del mundo macroscópico al microscópico se acercan a las teorías de los mundos paralelos de Giordano Bruno, quemado en la hoguera por hereje en el siglo XVI, las de Leibniz y nuestro Borges. En el cuento "El Jardín de los senderos que se bifurcan", Borges observa: "En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pên, opta 'simultáneamente' por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan". Con este cuento Borges deslumbra a los físicos, ya que soluciona un problema de la física cuántica y "las leyes de un mundo en el que los objetos son tan livianos -átomos y moléculas- que la presión de un rayo de luz, por tenue que sea, puede ocasionar desplazamientos bruscos".
¿Posibilita el arte un viaje a mundos alternativos? Esta es la idea que ronda la muestra de Ballesteros.
Dejá tu comentario