7 de mayo 2009 - 00:00

Liverpool, también eterna como el agua y el aire

Liverpool, según las imágenes sensibles y para nada turísticas que refleja «El tiempo y la ciudad», de Terence Davies.
Liverpool, según las imágenes sensibles y para nada turísticas que refleja «El tiempo y la ciudad», de Terence Davies.
«Del tiempo y la ciudad» («Of Time and City», G.B., 2008, habl. en ingl.); Guión y dir.: T. Davies; documental.

Las dos salas donde se estrena esta joyita parecen ubicadas en lugares antitéticos: una en Constitución, la otra en Palermo Chico. Irán públicos distintos, quizá, pero el sentimiento será prácticamente el mismo. Si el autor se entera, seguro ha de alegrarse: él se crió en un barrio popular, de «cine piojera», y al cine del centro iba a la pullman, al gallinero, nunca a la platea. Pero en ambas salas se emocionaba de igual forma.

Y eso es lo que da esta obra, emoción, sentimientos compartidos y al mismo tiempo muy personales, sobre lo que dice en el título, el tiempo y la ciudad, y sobre la familia, las fascinaciones de infancia, los dolores de la maduración, las veredas y las fiestas del vecindario, los grandes acontecimientos generales, las experiencias compartidas, y las otras, esas que solo pudieron confesarse cuando ya el trauma, la vergüenza y la decepción habían dejado sus huellas.

El sesentón Terence Davies, exquisito poeta melancólico, nos presenta una serie de imágenes de archivo de su vieja Liverpool. Son escenas variadas, de paseos dominicales, carreras, una premiere con un actor de Hollywood, los ecos de la guerra, los festejos por la asunción de la reina, bailes, los Beatles en el balcón del municipio, casas de obreros, edificios públicos, el puerto, lógicamente, fragmentos de un programa radiofónico, gente de antes, y por ahí también imágenes actuales, de esos mismos lugares, y gente de ahora.

Cada tanto, inserta algún comentario, alguna anécdota familiar, alternando y a veces entremezclando cariños y reproches. En ocasiones, su visión de las cosas es distinta a la nuestra, y es como cuando uno está mirando un álbum de fotos, una de ellas trae de pronto un buen recuerdo, y el dueño del álbum quiere encajarnos su amarga opinión sobre ese mismo asunto, pero bueno, a fin de cuentas el álbum es suyo, y él es quien tuvo que vivirla.

En cambio, nos ha dispuesto momentos antológicos, como una serie de vistas nocturnas comentadas por una canción de The Spinners, «Dirty Old Town», o, mejor aun, una serie de tomas de monoblocs, y viejos aburridos mirando desde los balcones, mientras se oye, en la dulcísima voz de Peggy Lee, ese sueño, que no pudo ser, de una casita en la colina, «The Folks Who Live on the Hill», acaso lo mejor y lo más deliciosamente triste de toda la película.

En suma, imágenes de fuerza evocativa, lecciones de montaje, hallazgos de archivo, muy buena música, cataratas de lágrimas. Hermoso. Lo ideal ahora sería que la Lugones trajera de nuevo los otros dos recuerdos de infancia de Davies, «Voces distantes» y «El largo día termina», que acá solo se conocieron en esa sala y en el desaparecido canal Bravo.

P.S.

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