La campaña electoral ha reavivado la cuestión de la devaluación del peso como hace mucho no ocurría. Si bien -como se dice habitualmente- en economía todo depende de todo, es posible hacer una descripción más o menos lineal de las causas que han reavivado este debate.
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A diferencia de oportunidades anteriores, las dudas de hoy no se deben al «atraso» del tipo de cambio respecto de la inflación pasada; tampoco a algún déficit en el comercio exterior o a la imposibilidad de afrontar compromisos financieros en el corto plazo. 1) Las medidas tradicionales del tipo de cambio «real» (es decir, el valor de 3,78 pesos por dólar comparado contra precios internos) no sugieren que el peso está sobrevaluado o el dólar atrasado; 2) pese a la sequía, los menores precios de commodities y el obsceno nivel de las retenciones, el comercio exterior de mercaderías sigue dejando un superávit mensual de unos 1.000 millones de dólares, y 3) más allá de la cuestión de la «voluntad de pagar» -asunto sobre el que los gobiernos «chavistas» (como el nuestro) siempre dejan dudas- y de la apelación a fuentes de fondos «no voluntarias» -no se ve que a corto plazo al Gobierno le falte plata para cumplir con sus obligaciones financieras-.
¿Cuál es, entonces, el problema? El problema es que, agregadamente, los argentinos compran también unos 1.000 millones de dólares por mes para atesorar en billetes o en activos fuera del país. ¿Por qué? Algunos simplemente porque desconfían del creciente «chavismo» oficial. Otros, porque ven que lo que viene en picada es el resultado fiscal. Y muchos, por ambos motivos.
En otras palabras, siguen saliendo capitales del país. Esto contribuye a mantener la economía en recesión y la recaudación de impuestos, deprimida. Como el Gobierno se muestra absolutamente incapaz de frenar el aumento del gasto público (ni siquiera lo puede estabilizar), cae el superávit fiscal. Como se dijo, no hay riesgo inmediato de que el Gobierno se quede sin plata, pero es un evento cuya probabilidad crece: 1) porque el Gobierno no tiene crédito, y 2) porque la desconfianza -madre de la recesión y de la caída de la recaudación-, lejos de bajar, va «in crescendo».
En un escenario de estrechez fiscal que se agrava (hijo de un Gobierno que gasta mucho y mal y que, para colmo, genera desconfianza), una devaluación del peso allegaría recursos adicionales al fisco (a través de la mayor inflación resultante y del mayor valor de las retenciones) y deprimiría el valor real del gasto estatal y de la deuda pública en moneda local. Se trata, sin embargo, de un instrumento de pésima calidad, ilegítimo, confiscatorio, que en el corto plazo agrava la desconfianza, la desigualdad y la pobreza. Por ello desearía que el Gobierno no recurriera a la devaluación y que, por el contrario, se dedicara a mejorar la calidad general de la política económica. Pero no encuentro razones para ser optimista.
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